Girar a la Vanguardia. Carlos Aparicio, Ingeniero Comercial PUCV. Ex Candidato a Presidente JDC. Diego Calderón. Consejero Nacional JDC
Las
primarias presidenciales han concluido con una participación muy superior a la
esperada y Michelle Bachelet se erige como la gran ganadora, obteniendo un
resultado que la pone en una inmejorable posición política para triunfar en las
próximas elecciones de noviembre.
No
obstante, como en toda elección, quedan heridos en el camino, aunque no es
posible aún dimensionar la gravedad de dichas heridas. El principal de ellos
es, sin duda, Claudio Orrego y el Partido Demócrata Cristiano, que han quedado
en tercer lugar en la contienda por la Nueva Mayoría y más cerca del candidato
radical que del segundo lugar en que quedó el independiente Andrés Velasco.
Como
ya es habitual en la DC, probablemente las voces de la dirigencia – ya hay
indicios de esto – se orienten a suprimir la necesaria autocrítica en orden a
resguardar la unidad del partido y la fraternidad entre los camaradas; no habrá
mucho espacio para analizar las falencias y menos para buscar responsables,
posición conveniente, por supuesto, para éstos. Discrepamos de esa posición:
sincerar lo que estuvo en juego y la actuación de nuestros dirigentes es
esencial para trabajar y rectificar en los meses que restan para la elección
parlamentaria, en pos de mantener e incluso mejorar nuestra posición como
principal partido de la oposición, aunque dicho debate, sin duda, debe
realizarse con premura en atención a los tiempos.
Claudio
Orrego entregó todo de sí en esta campaña para, con ello, poder superar los
enormes desafíos que debió enfrentar: las dudas en la Democracia Cristiana
sobre levantar una candidatura propia, las primeras primarias abiertas
presidenciales de un partido, la división de éste en dos opciones en marzo y,
por cierto, la enorme expectación con el liderazgo de la ex Presidenta
Bachelet. Nadie puede dudar de la convicción y testimonio entregado en una
contienda democrática desigual, sin caer en populismos ni demagogia.
La
campaña se centró en la lucha por el “centro político”, concepto que pudo haber
tenido vigencia en la guerra fría y en la vuelta a la democracia por razones
evidentes, pero hoy no, puesto que se
apela a un target electoral complejo que tiene diferentes vertientes (liberal,
socialcristiana, socialdemócrata) y que imposibilita convocar a una mayoría.
Esto, ya que lo que existe, y ese es el electorado tradicional de la Democracia
Cristiana, son chilenos que se identifican con el socialcristianismo, con
domicilio en la “centro izquierda” y vocación regionalista que han conocido
liderazgos, propuestas y estilos muy distintos a los que priman hoy en la
Falange. Es por ello que estos electores ven con recelos a una Democracia
Cristiana que se limita a ser bisagra entre actores políticos, como un
moderador imparcial sin una opinión propia y decidida y que, peor aún, está
abriendo a que otros representen de mejor manera a su histórico electorado: la
clase media, las grandes urbes y los sectores populares.
Por
otro lado, se intentó buscar un nicho electoral con un discurso centrado en el
cristianismo y la creencia religiosa, una estrategia muy común en otros países
de América Latina pero atípica en Chile y en particular en la DC, cuyos líderes
– caracterizados por su fuerte vínculo con la Iglesia Católica – no incluían en
sus discursos grandes referencias a su religión, siendo algo más bien implícito
en ellos. La idea orientada a focalizar los esfuerzos en un grupo específico de
personas resultó contraproducente, pues puso en el debate público temas
incómodos para el candidato como su posición respecto al matrimonio igualitario
que genera diferencias incluso al interior del partido (buen ejemplo de ello es
la posición del Congreso Ideológico JDC respecto al tema). Dicho contexto
perjudicó claramente a nuestro candidato entre los jóvenes y sectores liberales,
grupos más abiertos a estos temas y que se inclinaron claramente por Michelle
Bachelet y Andrés Velasco. Los intentos, principalmente en los debates, de
rectificar y orientar la estrategia a lo económico-social y a los principios
que inspiran la actuación de los cristianos en política fueron demasiado
tardíos.
Fue
asimismo un error enfocar la campaña a las dudas que genera en sectores de la
DC el rol del Partido Comunista en el futuro gobierno, inexplicable cuando ya
se ha integrado por los hechos en todas sus formas a esta Nueva Mayoría,
posición que a horas de las primarias la Directiva ha debido moderar puesto que
resulta ser lectura inexplicable desde lo que ha venido ocurriendo en el país
los últimos cuatro años rechazar que se sumen nuevas fuerzas a la oportunidad
histórica de obtener un resultado electoral en noviembre que permita producir
los cambios por la vía institucional. Dicha posición carece además de rigor, en
circunstancias que en el pensamiento político de Maritain, una de nuestras
fuentes doctrinarias principales, se justifica plenamente este acuerdo dado que
“… como consecuencia del desarrollo histórico… los hombres han adquirido hoy
día un conocimiento más completo que antes, aunque imperfecto, de un cierto
número de verdades prácticas tocantes a la vida en común y sobre las cuales
ellos pueden ponerse de acuerdo, pero que fluyen en el espíritu de cada uno de
ellos… de concepciones teóricas extremadamente diferentes, aun opuestas en lo
fundamental”[1]. Si hemos ya logrado
acuerdos electorales y en reformas tributarias, laborales, energéticas y educacionales,
poco se justifica que no concordemos en gobernar para producir esas
transformaciones, lo que no significa por cierto dejar de plantear nuestras
diferencias ideológicas y de acción en lo que respecta a los puntos
discordantes.
Lo
que no entendió ni al parecer está dispuesta a entender la Directiva, y que
impactó negativamente en la campaña de Claudio Orrego, es que la Democracia
Cristiana está destinada al fracaso si ésta persiste en transformarse en un
mero dique que contenga las transformaciones sociales y no en un actor que las
conduzca o promueva un camino con identidad propia. En efecto, las constantes
declaraciones de muchos dirigentes en orden a que votar por Claudio Orrego
significaba moderar el futuro programa de Gobierno de la Nueva Mayoría lograron
mostrar al candidato como una opción conservadora y temerosa de los cambios,
más que como una alternativa real con ideas claras y transformadoras
incorporadas en su programa de gobierno.
Es
indispensable que la Democracia Cristiana rectifique y cambie su perfil y se
reoriente hacia lo que ha sido en buena parte de su historia: un partido
abierto a la sociedad civil y a sus realidades, progresista, con profundo
sentido democrático, con vocación de servicio y poder, que entienda este como
un medio y no como un fin, y que busca reivindicar la acción política como el
instrumento de cambio y transformación, para interpretar a esta sociedad más
diversa, exigente y crítica con nuestro presente.
Solo
a partir de lo anterior, logrando un giro hacia un partido de vanguardia, con
coherencia doctrinaria y un discurso aglutinador la Democracia Cristiana
logrará ocupar su lugar ya no sólo como el partido más grande de la oposición
sino de Chile y por qué no, alcanzar con uno de los suyos la Presidencia de la
República el 2018.
[1]
“El Hombre y el Estado”, París. 1965
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