miércoles, julio 03, 2013

Democratacristianos, unidad y dignidad en la derrota. Sergio Micco

La Democracia Cristiana es un partido político que encauza a cientos de miles de personas que creen en un humanismo de inspiración cristiana, que promueve la reforma social a través de la democracia política.Hoy puede y debe contribuir a un cambio político, que enfrente la doble crisis de distribución por los frutos del crecimiento económico y de representación política que hoy golpea a la sociedad chilena. Nos parece que ese es el reclamo movilizador de las grandes mayorías que protestan en las calles o han votado masivamente por la centroizquierda.

Es cierto que la Democracia Cristiana ha sufrido una fuerte derrota electoral, pero ella sólo se ahondará si se le suma una nueva querella interna irreflexiva y mezquina.

Para nosotros lo ocurrido el día domingo 30 de junio del 2013 es fruto de la incapacidad reiterada de una comunidad política de tomar decisiones razonables y de aplicarlas con seriedad. Si alguien cree que aquí hay un solo responsable, y que de ser sancionado todos los errores comunitarios serán expiados, a nuestro juicio, se equivoca y mucho.

La Democracia Cristiana era y es un partido cuya votación gira en torno al 16 por ciento de los votos. Por ende para contribuir a crear gobiernos de mayoría por el cambio social y político demandado, debe ser parte de una coalición mayor.

Así su tarea era y es contribuir a crear esa mayoría, dotada de una plataforma programática tan justa como viable y que obtenga un respaldo claro en las elecciones parlamentarias, poniendo fin a la democracia bloqueada que vivimos.Esta es una tarea muy difícil, no sólo por la existencia de un sistema electoral binominal.

Por esta razón, la Democracia Cristiana tiene un pacto programático con la Concertación de Partidos por la Democracia y una alianza estratégica con el Partido Socialista de Chile.

Hasta ahora nos han unido los éxitos y fracasos de los gobiernos de Eduardo Frei Montalva, Salvador Allende y la experiencia de diecisiete años de violaciones sistemáticas a los derechos humanos.


Nos llenan de orgullo veinte años de gobiernos concertacionistas y sus insuficiencias nos invitan a trabajar más. Nos alegra que incluso en la derrota del 2010 nos hayamos mantenido unidos y no hayamos cedido a la tentación de la diáspora o cambios de coalición. Hasta hoy, no nos avergüenza esta historia y esta alianza.

Es en este marco global desde el que debimos haber mirado con la debida prudencia la reiteración del positivo dato que en abril del 2012 mostraba a Michelle Bachelet marcando el 51 por ciento de intención de votos en la encuesta CEP.

En esa misma encuesta, las dos personas que habían manifestado su intención de ser precandidatos presidenciales por la Democracia Cristiana prácticamente no aparecían. Sin embargo, se impuso la idea que era el momento de mostrar coraje. Que apoyar a Michelle Bachelet era desdibujarnos doctrinaria y políticamente. Se agregó que apareceríamos como un partido oportunista.

Nada mejor que una campaña presidencial para difundir un mensaje y fortalecer un partido. Incluso se nos dijo que favorecería a la propia candidatura de Michelle Bachelet quien así sería elegida por el pueblo y no por un conciliábulo político.

Por último, pero no menos gravitante, algunos creyeron que esta era la forma para proyectar un nuevo liderazgo para el 2018. Lo decimos con claridad: fue tal la contundencia del empuje de los precandidatos presidenciales y de estos argumentos que nunca se votó en Junta Nacional alguna la conveniencia de levantar una candidatura democratacristiana el 30 de junio del 2013. Se apoyó casi por unanimidad. Esto deben evaluarlo quienes reclaman hoy que la directiva nacional debe asumir sus responsabilidades que, por cierto, las tiene.

Hay, entonces, una responsabilidad política colectiva y que, por lo mismo, debe ser asumida por todos. Faltó haber reflexionado, deliberado y decidido de mejor manera una estrategia política, que terminó llevándonos a una derrota que era completamente predecible, aunque no en las magnitudes porcentuales que se produjo, dado el alto número de votantes en la primaria opositora.

Además, hay una responsabilidad mayor que debe ser evaluada en el momento y a través de los procedimientos pertinentes. Estuvimos casi un año, entre marzo del 2012 y enero del 2013, discutiendo quién era el mejor candidato y candidata para asumir tan difícil desafío electoral.

No sólo perdimos meses valiosos, sino que además empezaron a aparecer divisiones -incluso doctrinarias- que se siguen enrostrando públicamente con escaso sentido de la oportunidad.

Esas diferencias, por cierto, poco tenían que ver con las prioridades políticas y socioeconómicas de un pueblo que reclama un cambio de gobierno. Una y otra vez, con humildad pero argumentadamente, les dijimos a nuestros camaradas que habían decidido presentarse de precandidatos en tan desfavorable cuadro, que como mínimo, se imponía que este fuese un acuerdo de todos. Que a lo menos esta decisión los uniera a ellos dos y a sus más directos colaboradores.

Recordamos el trabajoso acuerdo entre los parlamentarios que apoyaban a Eduardo Frei M. y Radomiro Tomic R. a principios de los años sesenta del siglo pasado. De esa alianza se logró que un partido unido llevara a la victoria al primero y cuando al segundo le correspondió perder, fue con tal mística que tuvimos partido por treinta años más. Lo anterior no se hizo, y dos comandos creyeron que lograrían no sólo imponer una estrategia, sino que un candidato y un programa que nacía indefectiblemente marcado por la división. Así, las divisiones continuaron.

A pesar de todo lo dicho, nos sorprendimos gratamente cuando votaron 60 mil personas en las primarias de la Democracia Cristiana. Claudio

Orrego fue elegido nuestro candidato y una comunidad política debía apoyarlo con todo. Tenía apenas cinco meses nominales para superar una muy adversa y reiterada intención de votos. Sin embargo, nuevamente se impusieron las querellas internas.

Ahora el problema fue quién dirigiría el partido en un año vital. En esa disputa estuvimos tres meses. Acabamos en una estrecha elección interna, que fue dirimida por escaso margen. Un partido casi dividido por la mitad se enfrascó durante semanas en otra amarga disputa por la integración de la mesa nacional, cuya renuncia algunos ahora piden tras una derrota electoral que todos sabíamos sufriríamos.

En el cuadro anterior ¿alguien puede creer que podíamos aspirar a un resultado electoral distinto al obtenido? Pero, lamentablemente, no hay peor ciego que el que no quiere ver, cegado por la pasión y por el afán de reclamar responsabilidades a los otros.

Hay quienes creen que la derrota electoral se produjo por el discurso de Claudio Orrego.Acusan a su campaña de centrista y conservadora.Sostienen que un discurso más liberal, abierto a los cambios culturales, y un centrismo más progresista en materias socioeconómicas, representativo de políticas socialdemócratas, nos hubiera llevado a un mejor resultado. Curiosamente, lo dicen algunos que desde la primera hora dijeron que estaban con Michelle Bachellet.

Como carecen de mesura, no perciben que el sólo hecho que estemos discutiendo en estos términos, demuestra la magnitud de la derrota doctrinal en la mente de varios de nuestros dirigentes y cultural ante la ciudadanía. Electoralmente está por probarse, si el grueso de los más de dos millones de votantes en la primaria opositora lo hicieron para dirimir un conflicto “conservador–liberal”, que en todas las democracias es de derecha, como en Estados Unidos, donde no hay izquierda.

Lo decimos con total franqueza y a riesgo de molestar a muchos: la Democracia Cristiana no es conservadora porque sea liberal, sino porque es comunitaria y no es centrista porque sea socialdemócrata sino porque es socialcristiana.Reclamarle a Claudio Orrego que no haya sido liberal o no haya apoyado el matrimonio entre personas del mismo sexo es faltar gravemente a lo que la unanimidad de la Democracia Cristiana dijo ser en su último Congreso Nacional.

Como es obvio, esas definiciones están hoy formalmente vigentes. Si hay quienes legítimamente creen que esos acuerdos deben cambiarse, eso no se hace a través de una precandidatura presidencial o de entrevistas marcadas por el dolor de la derrota.

Seamos claros, siempre es triste el ver que todos se declaran generales después de la batalla. Peor es hacer leña del árbol caído. Más si la derrota se dio tanto en distritos electorales de parlamentarios que apoyaron a Claudio Orrego como de quienes apoyaron a Ximena Rincón. La derrota es de todos. Echarle la culpa a los otros, no sólo es un error político por inoportuno y parcial, sino que también hacer errado análisis electoral.

Sin embargo, hay un punto que debemos reconocer en quienes hoy piden renuncias y autocríticas. Obviamente, hay una primera –pero no única- responsabilidad política en Claudio Orrego y en la mesa que dirige Ignacio Walker. Ellos dirigieron este proceso. De ambos sólo esperamos magnanimidad y gestos que nos unan a todos.

De una directiva nacional integrada sólo esperamos que convoque al conjunto del partido en las tareas inmediatas: integración a la campaña presidencial, construcción de una plataforma programática, regional y parlamentaria que genere una mayoría nacional en torno a Michelle Bachelet. Es lo que Chile espera de nosotros.

La derrota de Andrés Zaldívar en las primarias contra Ricardo Lagos, la confianza excesiva de los ganadores y la crisis posterior de la Democracia Cristiana casi llevan al triunfo de Joaquín Lavín en primera vuelta. Eso se evitó por apenas unos 39 mil votos.

Intentar realizar en estos meses una nueva elección de mesa nacional de la Democracia Cristiana sólo nos llevará a querellas internas y a restarnos de las tareas prioritarias. Lo que se espera de nosotros no es mucho: aprender de los errores, unirnos en la derrota, apoyar a la vencedora para que alcance sus objetivos en noviembre que deben ser los nuestros.

Condición imprescindible de lo anterior es, como escribió Weber hace casi un siglo, pasión y mesura. Utilizar el corazón pero también la razón.


Co autor del Artículo, Eduardo Saffirio, abogado y cientista político.