martes, febrero 26, 2013

Chile es un festival. Andres Rojo Torrealba


Aunque han aparecido otros festivales que amenazan la hegemonía del tradicional de Viña del Mar, este sigue siendo el más significativo por una razón muy sencilla, y es que es la última fiesta antes del reinicio de las actividades rutinarias.   Habrá quien se tome las vacaciones en otras fechas más apropiadas, menos calurosas y menos atiborradas de turistas disputando la última mesita del restaurant o el metro cuadrado de playa, pero lo concreto es que, terminado febrero finaliza el período de descanso.

            Y como somos un país tan falto de personalidad para todo, cuando unos se van de descanso es como si todos interrumpiéramos lo que estamos haciendo y nos vamos de vacaciones.   Presidente, ministros, jueces, parlamentarios desaparecen, y solos nos quedamos esperando que pase el verano y que vuelva a suceder algo o nada con el país.


            Y es en ese instante, cuando ya se asoma el último fin de semana del veraneo, que se produce el Festival de Viña del Mar, y no importa los escandalillos de las figurillas más o menos famosillas, que de los numerosos números que se presentan sólo uno, o dos, o tres sean del interés de uno, pero la gran mayoría se vuelca al festival y por una semana Chile entero es un festival.  De mentira, claro, porque esa no es la realidad sino un juego de máscaras.

            O era un festival, porque mucha agua ha pasado por los puentes del estero Marga-Marga desde que se inició este evento hace ya 53 años, y lo que era virtualmente un monopolio ha dejado de serlo.  Otras ciudades se han atrevido a montar sus propias fiestas y han aparecido otros canales de televisión, tanto por señal abierta como por cable, y entonces el impacto del festival de Viña ya no es el mismo porque sencillamente todo cambia.

            Los nuevos festivales han arrebatado audiencia televisiva al evento principal pero no le han podido disputar espacio en los medios de prensa ni en las conversaciones porque, a fin de cuentas, de lo que se trata es de participar en la última fiesta antes de ponerse serios de nuevo, dentro de lo razonablemente posible claro, porque apenas asome otro motivo podemos volver en un dos por tres al baile sudoroso, los viajes en buses atestados y las borracheras sin más sentido que el aumento de las estadísticas en accidentes de tránsito y asumir nuestra inconsciencia por un ratito.   Se acaba el verano y empieza el año, como si no hubiera dado inicio ya hace dos meses atrás.

            Al final, Chile es un festival y cualquier excusa es buena para celebrar, aunque los motivos objetivos sean pocos.  No es malo, siempre que no se abuse del escapismo.