martes, julio 24, 2012

Cuento chino. Cristián Warnken


En 1929, Rainer Maria Rilke dijo: "Para nuestros abuelos, una torre familiar, una morada, una fuente, hasta su propia vestimenta, su manto, eran aún infinitamente más familiares; cada cosa era un arca en la cual hallaban lo humano y agregaban su ahorro de humano. He aquí que hacia nosotros se precipitan, llegadas de EE.UU., cosas vacías, indiferentes, apariencias de cosas, trampas de vida... Una morada en la acepción americana, una manzana americana, o una viña americana, nada tienen de común con la morada, el fruto, el racimo en los cuales había penetrado la esperanza y la meditación de nuestros abuelos... Las cosas dotadas de vida, las cosas vividas, las cosas admitidas en nuestra confianza, están en su declinación y ya no pueden ser reemplazadas. Somos tal vez los últimos que conocieron tales cosas".


En este 2012, sólo me cabe citarla íntegramente, porque es de una actualidad pasmosa. El texto sólo admite una actualización: en vez de "esas cosas que se precipitan llegadas de EE.UU.", habría que decir hoy "esas cosas que nos inundan desde China". Porque desde allí nos están llegando hoy las cosas, desde fábricas donde la alienación y explotación descritas por Marx en el siglo XIX han sido ampliamente superadas por las prácticas de un hipercapitalismo trepidante administrado, además, por un Partido Comunista cuya fuente teórica es ¡el mismo Marx!

Y ahí estamos: aprendiendo chino u ofreciendo cursos de español para chinos, haciendo negocios en China (aunque en realidad son siempre los chinos los que hacen negocios con nosotros), creyendo que les vendemos nuestro cobre cuando en realidad ellos son los que nos compran el cobre. En el horizonte se avizora la primera conquista y colonización a nivel mundial que se hará sin sangre, sólo con paciencia, un saber estratégico y táctico refinado acumulado por milenios y mano de obra muy barata.

Cuando eso suceda nuestros hijos ya habrán olvidado el sabor de un pan cocido en un horno de barro, o el de los tomates cosechados en la mata, y el sonido de los trenes que parten bajo la lluvia. Ésas serán sólo imágenes de poetas nostálgicos y despreciados, tan despreciados como lo fueron en su tiempo algunos magníficos poetas chinos expulsados de la corte por emperadores implacables.

Mientras tanto, el país de norte a sur se llena de malls, ¡nuestro único aporte arquitectónico "original" de estas décadas!
Cuando en miles de años más los arqueólogos del futuro excaven entre nuestras ruinas, se devanarán los sesos para resolver este enigma: ¿por qué estos chilenos construyeron tantos de estos templos copiados de Norteamérica, y cuál era su dios al que veneraban con tanta devoción al interior de ellos? ¿O era acaso un dios chino? ¿Cómo un pueblo cuyos antepasados fueron los resistentes mapuches abdicó así de su identidad e historia?

Nos arremolinamos, como multitudes desesperadas, a las puertas de los templos del "sagrado consumo", buscando las cosas desechables y sin identidad ni origen, venidas de una misma y única hiperfábrica mundial. Vagamos entre vitrinas abarrotadas de vacío, creyendo que poseemos algo, pero en realidad al final del día no nos quedamos con nada propio, sólo con una inmensa deuda y el olvido absoluto del ser.

Trato de ser fiel a algunos objetos, como lo era mi padre: a mi abrigo, a mis zapatos, a una vieja lámpara de escritorio heredada. Todas esas cosas me dicen algo, me comunican con mis antepasados que se fueron. Pero las cosas que compro y uso me son cada vez más infieles, más ingratas, más ajenas.

¿Por qué, entonces, estamos tan felices con estas "apariencias de cosas", con esas "trampas de vida", como las llamaba Rilke? ¿Por qué compramos y compramos con tanta desesperación como si se fuera a acabar el mundo? Tal vez porque el mundo ya se acabó, nuestro mundo se acabó, y nosotros somos sólo los fantasmas que deambulan en un cementerio de cosas que nacieron muertas.