jueves, junio 14, 2012

PINOCHET LA SOMBRA DEL PASADO. Rodolfo Fortunatti

1 / EL HOMENAJE A PINOCHET


Cerca de dos horas duró el homenaje que la Corporación 11 de Septiembre y un millar de adherentes rindió al ex dictador Augusto Pinochet, en medio de incidentes protagonizados en las afueras del Teatro Caupolicán donde tuvo lugar el evento. El hecho ha generado fuertes  reacciones de repudio entre las víctimas de violaciones a los derechos humanos, no sólo porque envuelve un reconocimiento público a 
quienes purgan condenas por delitos de lesa humanidad, sino porque estos han colaborado desde la cárcel con la organización del acto.
La principal reacción ha  nacido de organizaciones de derechos humanos que, como la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (AFDD), presentó un recurso judicial para evitar su realización(1). Sin embargo, la Novena Sala de la Corte de Apelaciones denegó tal apelación y, con ello, respaldó la decisión de la Intendencia de Santiago de autorizarlo(2). También se opusieron al homenaje los representantes de todas las bancadas de oposición, entre ellos, varios de los diputados que patrocinan el Proyecto de Ley que penaliza el negacionismo(3). Y, lo más significativo y valorable, es que antiguos miembros del gobierno de Pinochet que forman parte del actual, han  expresado su renuencia a la actividad, si bien el Ejecutivo se abstuvo de tomar posición.
El ministro secretario general de Gobierno, Andrés Chadwick, señaló que «en la perspectiva del tiempo, de la madurez política que uno va aprendiendo y de los conocimientos que uno va adquiriendo, hay una situación que sí me arrepiento, que es la violación brutal a los derechos humanos que se efectuó en el gobierno militar y de eso tengo un  profundo arrepentimiento de haber sido parte de un gobierno, haber sido partidario de un gobierno donde esos hechos sucedían»(4).
Chadwick, como recuerda el senador Camilo Escalona, «formó parte de la comisión número 4 de las así llamadas comisiones legislativas de la dictadura, y, durante doce años —entre 1978 y 1990, cuando se recuperó la democracia— ejerció una labor enteramente ilegítima, legislaba al calor de la existencia de esas comisiones legislativas de la junta militar, por cierto que a espaldas del ejercicio democrático de los chilenos y chilenas»(5). El vocero de gobierno ha recibido el respaldo del ministro Joaquín Lavín, pero no de la UDI que, a través de su presidente, ha observado que la de Chadwick es una visión personal.
«Pese a que el retorno a la democracia data de hace 22 años, la sociedad chilena aún lucha con las cicatrices de torturas, desapariciones y la represión encabezada por unidades de la policía secreta  controladas directamente por Pinochet», afirma el diario inglés The Guardian (6). Pero el propósito final de lo sucedido en el Caupolicán es  una presión al Gobierno de Sebastián Piñera; un recordatorio de las promesas de campaña incumplidas con los ex militares condenados. 
Y el sentido último de los detractores del acto, es la lucha por la memoria histórica y, en consecuencia, por la humanización de la sociedad presente y futura, más que una controversia jurídica que termine  disminuyendo la importancia del bien cautelado(7).  En Chile 3.185 personas desaparecieron, fueron ejecutadas o asesinadas en forma sumaria; 28.459 personas fueron torturadas; y 1.132 recintos de detención y tortura fueron detectados. El Museo de la Memoria es elocuente testimonio de ello.


2 / EL JUICIO DE AYLWIN

En vísperas de la Junta Nacional de la Democracia Cristiana, convocada para el 26 de mayo, el ex Presidente Aylwin entregó su visión  sobre Pinochet que, al decir del senador Ignacio Walker, representa al 98 por ciento de los democratacristianos. En la entrevista concedida  al diario El País el 16 de mayo8., y publicada en forma simultánea al  homenaje que  le brindó  la Internacional Demócrata de Centro  a través de su líder, el conservador Pier Ferdinando Casini, el ex Presidente declaró que «Pinochet no fue un hombre que obstaculizara las  políticas del Gobierno que yo encabecé».
La afirmación de Aylwin es crucial, pues difiere de la interpretación  clásica que los mismos protagonistas de la transición se han hecho de ésta. Si Aylwin tiene razón en que Pinochet no constituyó un obstáculo para su gobierno, entonces los argumentos políticos que le prestaron legitimidad a la transición habrían perdido su eficacia comprensiva. ¿Cuáles premisas, por ejemplo? Por ejemplo, la explicación proporcionada por Angel Flisfisch, a la sazón subsecretario del Ministerio Secretaría General de la Presidencia, quien en 1993, escribía que los militares, la derecha y los empresarios jugarían a desestabilizar el gobierno, por lo que la estrategia de la Concertación no podía ser sino una que privilegiara la estabilidad y el crecimiento económico(9). 

El ex subsecretario sostenía que el gobierno de Aylwin había reservado una cuota importante de poder a Pinochet, porque una política diferente habría afectado la estabilidad, el crecimiento y la confianza social(10). Esta política habría implicado abstenerse de forzar la renuncia de Pinochet a su cargo de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas para, de este modo, impedir que se generaran incidentes como  el llamado “ejercicio de enlace” de diciembre de 1990, o el “boinazo” del 28 de mayo de 1993(11). Esta misma circunstancia de intocabilidad garantizada habría imposibilitado emprender las reformas institucionales contenidas en el programa de la Concertación(12)

En una línea diferente, Tomás Moulián describe en los siguientes términos la acción tutelar que ejercieron los militares sobre la marcha de la transición: «Los militares chilenos influyeron en el curso de las decisiones del gobierno de Aylwin, sobre los temas cruciales de los derechos humanos y de las reformas constitucionales, a través de gestos políticos y simbólicos destinados a fomentar el temor a la involución, para con ello incentivar la conducta moderada de las elites. Esta estrategia de producción de temor fue ejercida en un contexto post-autoritario marcado por un doble trauma, el de la Unidad Popular y el de la represión de la dictadura. A través de medidas abiertas de presión, entre ellas las operaciones conocidas bajo el nombre de “ejercicios de enlace” y “boinazo”, se trató de manipular el miedo latente, heredado del pasado. Se buscaba fortalecer la imagen de que Pinochet disponía de un poder no regulable por la ley o por otro poder. El objetivo estratégico era dar sustento simbólico a la autonomía política de las Fuerzas Armadas»(13).

3 / UNA PESADA REPRESENTACIÓN DEL MIEDO

La figura de Pinochet operó como representación del miedo en una sociedad sacudida por la conciencia de la barbarie que recién empezaba a descubrir. Dentro de ese ambiente, los ejercicios de enlace y el boinazo no fueron escaramuzas pueriles, como parece vérseles a la distancia. Por el contrario, fueron advertencias castrenses sumamente efectivas para mantener en la impunidad los crímenes cometidos. El ex ministro Edgardo Boeninger dirá que el ejercicio de enlace fue una amenaza(14). Y el actual candidato presidencial, Andrés Allamand, escribirá que «el más importante de todos los efectos (de los ejercicios de enlace) fue que el Ejército pudo comprobar la vulnerabilidad del Gobierno y de la propia Concertación al lenguaje de la fuerza»(15).
Dentro de ese contexto, la reconciliación conseguida, sólo llegó a ser una convención temporal; jamás una transacción ad eternum. Prevaleció así mientras se mantuvo separada de la justicia, y se mantuvo separada de la justicia, hasta que la pesada imagen de Pinochet perdió gravitación. Fue durante esos primeros años cuando empezaron a aparecer  tumbas, cuerpos, y entierros clandestinos(16). Fue en aquel periodo cuando se publicó Los Zarpazos del Puma, el libro de la democratacristiana Patricia Verdugo que relata la excursión de una patrulla militar con órdenes de matar a los prisioneros políticos  detenidos en las cárceles(17). Es el tiempo en que el juez René García Villegas da testimonio  de la práctica sistemática de la tortura en su obra Soy Testigo. Es por entonces cuando Michael Townley narra en la televisión los detalles de los asesinatos de Orlando Letelier y Carmelo Soria(18).
Una sociedad  traumatizada por los horrores fue conociendo poco a poco la verdad. Para conseguir algo de justicia, en los tribunales, en la prensa y en los espacios públicos, se hablaba de grupos aislados. 
No se conocían las razones de las muertes. El país parecía sólo hallar alivio en la conocida sentencia: PARA QUE NUNCA MÁS EN CHILE. Los crímenes no aparecían, «ante la visión irreflexiva, como parte de un sistema de represión, como parte de una estructura con objetivos político-militares»(19). Debieron pasar muchos años para la elaboraciónde una memoria más coherente de la tragedia que, como la experiencia enseña, nunca alcanzará la totalización o la clausura absoluta. Por consiguiente, si Pinochet no fue un obstáculo para el gobierno, fue cuando el gobierno dejó de ser un obstáculo para Pinochet. Con todo,  en agosto de 1994 será Aylwin quien declare  que  «si hubiese  tenido la facultad de cambiar al comandante en jefe, habría hecho uso de la facultad».(20).

4 / MEMORIA E HISTORIA

El debate sobre lo acontecido en Chile seguirá abierto. Porque la pretensión de una verdad definitiva que cierre el ciclo, será siempre frustrada por la memoria y por la historia, dos procesos diferentes, pero no opuestos de elaboración, que se relacionan complejamente con las fuentes documentales. 
La memoria puede dar cuenta de emociones como el dolor, el sufrimiento, el odio, el rencor o el perdón involucradas en un hecho. La historia, en cambio, puede describir el contexto político, social, económico o demográfico en que ocurren los hechos. 
La memoria puede proporcionar datos que, aunque fuertemente influidos por las percepciones intersubjetivas de los participantes en un evento traumático, contribuyen a que la historia identifique lo que  debe ser criticado y evitado, respetado y emulado. Por su parte, la historia somete la memoria a verificación empírica, haciendo más precisa, más lúcida y más explícita la rememoración. Su función es fijar criterios de objetividad y transmitir las evocaciones sometidas a comprobación. De este modo, «la historia pone a prueba a la memoria y prepara el terreno para un intento más abarcador de elaborar un pasado que no se ha cerrado»(21).


 1 El Nuevo Herald, 8 de junio de 2012: http://www.elnuevoherald.com/2012/06/08/1224079/autorizanhomenaje-a-pinochet.html
2 El Mundo, 9 de junio de 2012: http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-195966-2012-06-
09.html
3 Véase: Caras y máscaras de la negación de humanidad, Rodolfo Fortunatti, Desarrollo y Participación, 20 de marzo de 2012: http://www.desarrolloyparticipacion.cl/web/politica/caras-y-mascaras-de-lanegacion-de-humanidad/  
4 La Tercera,10 de junio de 2012: http://www.latercera.com/noticia/politica/2012/06/674-465628-9-
chadwick-por-acto-a-pinochet-me-arrepiento-de-haber-respaldado-un-gobierno-que.shtml
5 La Tercera, 10 de junio de 2012:  http://www.latercera.com/noticia/politica/2012/06/674-465644-9-
escalona-el-comunismo-omitio-durante-mucho-tiempo-la-necesidad-ineludible-de.shtml
6 América Economía, 10 de junio de 2012: http://www.americaeconomia.com/politicasociedad/politica/prensa-internacional-dice-que-homenaje-augusto-pinochet-evidencia-las-her
7 El columnista de El Mercurio, Carlos Peña, refutando al presidente del Senado, quien ha sostenido que 
el homenaje a Pinochet deteriora las bases de la convivencia política y el Estado de Derecho, ha escrito 
que “aunque suele olvidarse -quienes celebran a Pinochet sin embargo no lo olvidan- buena parte de 
los que hoy están en el gobierno, los ministros Chadwick y Longueira entre ellos, alguna vez estuvieron 
del lado del dictador, lo miraron embobados, recibieron sus condecoraciones, le pidieron autógrafos, 
estiraron las palabras para halagarlo, pusieron su foto autografiada en el living, empuñaron con firmeza la antorcha en Chacarillas, justificaron sus actos y se negaron a condenar sus crímenes. Quienes hoy 
celebran a Pinochet esperaron, sin duda, que el ascenso al poder de quienes fueron los pupilos del dictador cesara los juicios, acelerara los indultos, espesara el olvido, facilitara una jubilación sin sobresaltos y transformara los crímenes en gestas”. Carlos Peña, La derrota final de Pinochet, El Mercurio, 
10 de junio de 2012:  http://blogs.elmercurio.com/reportajes/2012/06/10/la-derrota-final-de-pinochet.asp
8 El Presidente se confiesa, El País, 27 de mayo de 2012: 
http://internacional.elpais.com/internacional/2012/05/26/actualidad/1338051981_784799.htm
9 Angel Flisfisch, subsecretario del Ministerio Secretaría General de la Presidencia, La gestión estratégica de un proceso de transición y consolidación: el caso chileno, diciembre de 1993, en: Anexo 1.
10 “… Una política de confrontación afectaría negativamente la estabilidad, crecimiento y confianza social, sentando condiciones favorables para la recomposición del bloque autoritario en un clima de desestabilización potencial “… “Más que los riesgos de regresión autoritaria, lo que llevó a desechar esa 
apuesta fue el convencimiento de que, además de provocar el cohesionamiento del conjunto de las ramas y llevarlas a actuar como bloque a partir de una posición única, una política de confrontación 
afectaría negativamente la estabilidad, crecimiento y confianza social, sentando condiciones favorables 
para la recomposición del bloque autoritario en un clima de desestabilización potencial”. Angel Flis -
fisch, subsecretario del Ministerio Secretaría General de la Presidencia, La gestión estratégica de un 
proceso de transición y consolidación: el caso chileno, diciembre de 1993, en: Anexo 1.
11 “En las ocasiones que falló, se generaron incidentes como los de diciembre de 1990 y mayo de 1993, 
que si bien no significaron regresiones importantes en la consolidación de relaciones cívico-militares 
plenamente institucionalizadas, implicaron costos políticos para el gobierno.” Angel Flisfisch, subsecretario del Ministerio Secretaría General de la Presidencia, La gestión estratégica de un proceso de 
transición y consolidación: el caso chileno, diciembre de 1993, en: Anexo 1.
12 “Como resultado, las bases programáticas de la CPD, elaboradas durante 1989 para servir de plataforma a la campaña presidencial, definían una estrategia de cambio institucional mayor, que incluso 
esbozaba la posibilidad de un tránsito hacia un régimen político de cuño semi presidencialista o, en el 
límite, parlamentario. No obstante, en esta materia prevaleció el mismo razonamiento que respecto del 
problema de la política que se debía seguir frente a las Fuerzas Armadas. La ejecución de una estrategia de cambio institucional mayor, independientemente de su escasa probabilidad de éxito, dada la relación de fuerzas existente en el Congreso Nacional, encerraba el riesgo casi cierto de un deterioro del clima de confianza económica y de una eventual recomposición de la coalición autoritaria.” Angel Flisfisch, subsecretario del Ministerio Secretaría General de la Presidencia, La gestión estratégica de un 
proceso de transición y consolidación: el caso chileno, diciembre de 1993, en: Anexo 1.
13 Tomás Moulián, Limitaciones de la transición a la democracia en Chile, 1994.
14 Felipe Portales, Chile: una democracia tutelada, Ed. Sudamericana, Santiago, 2000, p. 82
15 Felipe Portales, Chile: una democracia tutelada, Ed. Sudamericana, Santiago, 2000, p. 83
16 “La sociedad chilena fue estremecida con los descubrimientos de los cuerpos de los ejecutados y desaparecidos. Meses después de asumido el gobierno democrático, comenzaron a aparecer por diversas 
partes del país, tumbas, cuerpos, entierros clandestinos, numerosas evidencias de la violación extrema 
de los derechos humanos ocurrida en el tiempo de la dictadura.”  José Bengoa, Reconciliación e impunidad: los derechos humanos en la transición democrática, junio de 1994, en: Anexo 2.
17 “Los zarpazos del puma fue sin duda la más formidable denuncia de los crímenes cometidos por los 
militares. Relata la excursión de una patrulla militar hacia el norte del país, con órdenes de matar a todos los prisioneros políticos de la Unidad Popular que en esos días estaban presos en las cárceles. La 
publicación era voceada en las calles céntricas de Santiago, y comprada por personas y sectores que no 
acostumbran leer libros de esa naturaleza”. José Bengoa, Reconciliación e impunidad: los derechos 
humanos en la transición democrática, junio de 1994, en: Anexo 2.
18 “La aparición de Michael Townley en la televisión, relatando con una frialdad enorme todo los 
hechos ocurridos en el caso del asesinato de Don Orlando Letelier. Sus revelaciones respecto al “caso 
Soria” , funcionario internacional asesinado de manera cruel por un denominado Comando Mulchén, 
formado por militares, muchos de ellos en servicio activo en la actualidad”. José Bengoa, Reconciliación e impunidad: los derechos humanos en la transición democrática, junio de 1994, en: Anexo 2
19 “Los autores de los crímenes fueron apareciendo crecientemente como personas aisladas, grupos aislados al interior de los cuerpos militares o policiales; como sujetos, incluso, muchas veces de mentes 
desquiciadas. La aparición de Romo, el denominado “Guatón Romo”, miembro de la Dirección Nacional de Inteligencia (DINA), conocido represor, es prototípico. Aparece ante la gente de derecha, centro 
o izquierda, ante quienes apoyaron a Pinochet y ante quienes fueron por él perseguidos, como un sujeto 
despreciable. No aparece, ante la visión irreflexiva, como parte de un sistema de represión, como parte 
de una estructura con objetivos político-militares”. José Bengoa, Reconciliación e impunidad: los derechos humanos en la transición democrática, junio de 1994, en: Anexo 2.
20 José Bengoa y Eugenio Tironi, Una mirada retrospectiva: entrevista a Don Patricio Aylwin Azócar, 
Santiago, agosto de 1994.
21 Dominick Lacapra, Historia y memoria después de Auschwitz, Prometeo Libros, 1a ed. Buenos Aires, 2009,  p. 21.



ANEXO 1

La gestión estratégica de un proceso de transición y consolidación: el caso chileno Angel Flisfisch.Subsecretario Ministerio Secretaría General de la Presidencia.

Uno de los rasgos más visibles de la crisis que culminó en el Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 fue el altísimo nivel de polarización y conflictividad, tanto política como social, presente  en el país. Curiosamente, la etapa previa al proceso chileno de transición, que podría datarse a partir de 1982, se caracteriza por niveles de polarización similares. La elección parlamentaria de marzo de 1973 había enfrentado, según una lógica de amigo versus enemigo que permearía la vida nacional durante los diecisiete años siguiente, dos grandes coaliciones: una coalición de izquierda, gobiernista u oficialista, y una coalición opositora, integrada por la Democracia Cristiana y la derecha, cuyo propósito, ya manifiesto, residía en la desestabilización y derrocamiento del gobierno del Presidente Allende. A partir de 1982, el proceso político también se constituyó crecientemente en términos de enfrentamiento de dos grandes bloques: un bloque gobiernista, que sustentaba al general Pinochet, y un bloque opositor, cuyo designio explícito era desestabilizar y, en definitiva, derrocar al general y su gobierno. A partir de ese enfrentamiento, los años que van desde 1982 a 1987 fueron también años de intensa polarización y conflictividad. La diferencia crucial 
respecto de la situación en 1973 fue que la Democracia Cristiana era ahora parte del bloque opositor y, con el correr de los años, devendría en el protagonista principal de la actual coalición de gobierno.

La doble paradoja se refuerza al considerar que uno de los elementos que explica el carácter que ha asumido la transición y consolidación de la democracia en Chile es el bajo grado de polarización, política y social, que se observa a partir de los meses posteriores al plebiscito del 5 de octubre de 1988. Desde una lógica eminentemente adversarial o antagónica, denunciada una y otra vez como una “lógica de la guerra” por las fuerzas opositoras a Pinochet, bruscamente el proceso político pasó a ser gobernado por lógicas crecientemente cooperativas, orientadas por actitudes consociativas y la búsqueda de consensos. Este tránsito está en la raíz del carácter que ha asumido el proceso de transición y consolidación de la democracia en Chile, y los factores que lo explican dan cuenta de sus peculiaridades. Sin identificar esos factores, es difícil comprender cabalmente lo acaecido en dominios como el de la institucionalidad política, el problema de los derechos humanos, el sistema de partidos y las relaciones cívico-militares. El análisis que aquí se presenta busca poner de relieve una de las dimensiones que explican ese tránsito y sus efectos sobre la transición y consolidación: las decisiones estratégicas y las políticas adoptadas por el gobierno Aylwin para procurar resolver los problemas que ellas planteaban. A juicio del autor, en ellas reside el factor explicativo primordial de los rasgos asumidos por la historia política chilena reciente.El alto nivel de polarización existente hacia septiembre de 1973 fue el producto de la operación de cinco procesos o variables.
Por una parte, tenemos un proceso que cobró vigor a partir de la década de los sesenta y que ha sido caracterizado a partir de nociones como inflación ideológica, hiperideologización o confrontación de “planificaciones globales” —la “Revolución en Libertad” de Eduardo Frei, la “Vía Chilena al Socialismo” de Salvador Allende—, esto es, el predominio de un estilo de hacer política orientado por el intento de poner en práctica proyectos globales de transformación societal.
Por otra, está la configuración del sistema de partidos como un multipartidismo polarizado, con claras tendencias centrífugas y generador de obstáculos crecientemente insalvables para la construcción y mantenimiento de coaliciones, salvo coaliciones opositoras negativas, como la que unió al centro y la derecha en 1973. Evidentemente, la polarización del sistema se relaciona directamente con el endurecimiento ideológico, pero a la vez es esencial para la configuración del peculiar multipartidismo hacia el que el sistema evolucionó: la división en tres bloques, relativamente equilibrados en cuanto a sus respectivos pesos electorales y parlamentarios. El alto grado de polarización ideológica podría haberse asociado con otros tipos de división electoral y parlamentaria, con consecuencias quizás distintas.
Una tercera variable está constituida por los rasgos del régimen presidencialista chileno, que actuaron como una condición coadyuvante tanto de la profundización de la crisis, como del carácter catastrófico de su desenlace. Luego, está la presencia activa de grupos revolucionarios, dentro y fuera del sistema de partidos, que impulsaban estrategias militares.
Finalmente, tenemos la economía política propia del modelo de “Estado intervencionista” y economía cerrada que llevaba inscrita una tendencia a la generación de altos niveles de conflictividad social, a la politización inmediata de ellos y el consiguiente escalamiento del proceso inflacionario.

Las explicaciones del quiebre institucional de 1973 han subrayado los cuatro primeros procesos o variables. Al mismo tiempo, es a los cambios de estas dimensiones que comúnmente se apela para dar cuenta de la naturaleza que en definitiva ha asumido la transición y consolidación democrática en Chile, y en gran medida estos análisis son válidos. Lo sucedido entre 1989 y 1993 se asocia con la desaparición de la polarización ideológica, la creciente marginalización e irrelevancia de la actividad revolucionaria militarizada y la recomposición del sistema de partidos bajo nuevas reglas del juego. No obstante, no se presta suficiente atención a la transformación económica acaecida durante los diecisiete años de autoritarismo y, lo que es más importante, a la nueva economía política que generó el modelo de economía de mercado abierta. Este aspecto crucial tiende a ser subsumido bajo el fenómeno de convergencia y atenuación ideológica, otorgándosele así un rol secundario y poco visible. En el fondo, sería parte de un cambio de mentalidades colectivas, cuya naturaleza más específica debería comprender principalmente el plano de las ideas y las 
elaboraciones doctrinarias. La verdad es que, como se sugiere posteriormente, el nuevo tipo de economía política que emergió durante los años de dictadura determinó de una manera más que principal el tipo de transición y consolidación que Chile ha vivido.
Ciertamente, el tránsito desde una lógica adversarial, que opone a antagonistas irreductibles, a uno que pone el énfasis en los componentes cooperativos, privilegiando la negociación, tiene una de sus fases iniciales en el proceso de escisión del bloque opositor a Pinochet en dos coaliciones: por una parte, la alianza mayoritaria, que devino prontamente en la Concertación de Partidos por la Democracia (CPD) y asumió el gobierno con Patricio Aylwin el 11 de marzo de 1990; por otra, una alianza que en el mediano plazo se mostró numérica y estratégicamente marginal, cuyo liderazgo asumió definitivamente el Partido Comunista, que después de marzo de 1990 constituyó la oposición de izquierda al gobierno Aylwin.(1).
Adicionalmente, el nacimiento y posterior consolidación de la CPD prefiguraban ya una recomposición del sistema de partidos, que implicaría una cancelación del tipo de pluripartidismo heredado del pasado predictatorial. Conjuntamente con este proceso de escisión, que tuvo lugar hacia 1987, ambos actores definieron estrategias contradictorias frente al gobierno militar: la emergente Concertación, una estrategia de movilización electoral orientada a derrotar a Pinochet en el plebiscito del 5 de octubre de 1988, estrategia que implícitamente supon-ía aceptar el marco institucional y las reglas del juego impuestas por el autoritarismo; el Partido Comunista y sus aliados, una estrategia confrontacional desestabilizadora, con un importante componente militar, expresada en el concepto de “todas las formas de lucha”.

En una medida importante, esta diferenciación de estrategias y el hecho de que la estrategia de movilización electoral dentro de la institucionalidad vigente haya sido adoptada por la Coalición —cuyo peso específico y características propias la convertirían en el agente decisivo del proceso de transición— implicó un primer paso en el desescalamiento del conflicto entre el autoritarismo y sus opositores. No obstante, la nueva situación que se configuró seguía contemplando un nivel muy alto de polarización. La estrategia electoral de la Concertación para el plebiscito de 1988 se construyó como una estrategia eminentemente negativa. Ella cuestionaba no sólo la legitimidad de la institucionalidad política vigente y el hecho mismo del autoritarismo y sus prácticas, especialmente la violación sistemática de derechos humanos; también lo hacía respecto a las transformaciones económicas llevadas a cabo durante el período dictatorial, sintetizadas en la noción del modelo económico neoliberal o “modelo económico de la dictadura”. Adicionalmente, hay que subrayar que este cuestionamiento global de las políticas del autoritarismo respondía a convicciones y actitudes auténticas de las fuerzas opositoras. De haberse mantenido, el escenario de la lucha electoral por la Presidencia y el Congreso Nacional en 1989 habría adquirido un cariz muy distinto, y tanto la transición como la evolución económica posterior del país habrían seguido casi con certeza rumbos también muy diferentes.
En la etapa que va desde noviembre de 1988 hasta el 21 de mayo de 1990, fecha en que el Presidente Aylwin pronunció su primer Mensaje Presidencial al inaugurarse la legislatura ordinaria del Congreso Nacional, la situación experimentó cambios que, sin pecar de excesivo dramatismo, cabría caracterizar de radicales.

La CPD se había desarrollado a partir de esfuerzos coalicionales para derrotar a la dictadura y redemocratizar Chile. Desde fines de los años sesenta, algunas voces, particularmente entre grupos que se identificaban como socialistas y que estaban experimentando un proceso de revalorización de la democracia, habían procurado difundir la idea de una alianza histórica más permanente—un Bloque Histórico por los Cambios— entre el centro político y la izquierda. Tal alianza se presentaba como respuesta a la ineficacia o inviabilidad de los proyectos de transformación societal intentados en 1964 y en 1970. Hacia 1988, esta idea había logrado un grado significativo de consolidación, aun cuando coexistía con una concepción no marginal, que conceptualizaba la coalición en términos restrictivos; esto es, le otorgaba el carácter de una alianza transitoria cuya misión se agotaba en el desempeño de las tareas definidas como propias de la transición. Cumplidas esas tareas, las cosas deberían volver a su cauce normal, y ello significaba competición entre sus miembros a partir de las visiones ideológicas propias de cada cual. Tanto la CPD como la transición implicaban un interludio que obligaba a poner entre paréntesis las respectivas utopías —según palabras de la principal figura nacional del ala izquierda de la alianza—, sin que ello cancelara la ulterior competición democrática entre esas utopías.(2).
En todo caso, después de ganado el plebiscito de octubre de 1988, las direcciones políticas de la CPD definieron la coalición como una alianza de gobierno, y tanto la campaña presidencial y parlamentaria de 1989 como el conjunto de sus actividades se orientaron por la expectativa de gobernar el país desde marzo de 1990. Ello significaba una recomposición del sistema de partidos que cancelaba el esquema de alineamiento en tres bloques, incapaces de coligarse salvo para propósitos negativos. La CPD, que emergía victoriosa de la campaña por el NO, abandonaba su carácter de mera coalición opositora, cohesionada en torno a una finalidad en el fondo destructiva, y comenzaba a dotarse de un principio de identidad positivo.
Uno de los rasgos más sobresalientes de la campaña de 1989 y las actividades preparatorias para la asunción del gobierno en 1990, fue la alta racionalidad estratégica desplegada por la conducción de la CPD. Los horizontes visualizables a partir de marzo de 1990 planteaban cuatro problemas primordiales, que definían las tareas de la transición: las violaciones a los derechos humanos, la relación con las Fuerzas Armadas, la reforma de la institucionalidad heredada del autoritarismo y la necesidad de dar respuesta a las demandas socioeconómicas que habían constituido parte esencial de la campaña contra el gobierno militar: el pago de lo que se conceptualizó como “deuda social”, esto es, el impacto negativo de las políticas económicas sobre los sectores de menores ingresos entre 1974 y 1989.
La conducción de la CPD, constituida por personas provenientes de todos los partidos de la alianza estrechamente coordinadas entre sí —lo que posteriormente fue bautizado como “partido transversal”—, concluyó tempranamente que el éxito en el enfrentamiento de estos cuatro órdenes de problemas suponía resolver otros dos problemas, íntimamente relacionados.

Primero, era necesario neutralizar significativamente el riesgo de una regresión autoritaria. Ello implicaba no sólo impedir la recomposición del bloque pinochetista —Fuerzas Armadas, empresarios y partidos de derecha—, sino también evitar la generación de climas políticos y socioeconómicos tanto favorables a la recomposición de ese bloque como susceptibles de ser explotados por él con propósitos desestabilizadores. Segundo, lograr una efectiva capacidad de gobierno, lo cual a su vez estaba nuevamente condicionado por el mantenimiento de un buen nivel de desempeño del conjunto de la economía, cuya evolución venía siendo positiva desde 1985 en adelante, y por la generación y preservación de climas de tranquilidad y escasa conflictividad sociales.
La expectativa de escenarios adversos en términos de las condiciones señaladas no era una mera  fantasmagoría o el producto de una actitud timorata. La campaña gobiernista para el plebiscito de  1988, y la campaña presidencial y parlamentaria de la derecha en 1989, descansaron primordialmente en imágenes negativas y catastróficas sobre la inevitabilidad del caos social y el desordenamiento económico que necesariamente se seguirían del triunfo y el ulterior gobierno opositor. 
Adicionalmente, la experiencia de transiciones como la argentina y la boliviana probaba la importancia de la dimensión económica y de conflictividad social en la determinación del rumbo del proceso. Ni Alfonsín ni Siles Suazo habían logrado finalizar normalmente sus respectivos períodos presidenciales y, en gran medida, la explicación residía en ambos casos en la baja capacidad de gobierno inducida por el deterioro de las condiciones económicas y de los climas de conveniencia social. En el caso de estos últimos, la decadencia económica tenía una relación directa con su empeoramiento.

En el diagnóstico de la conducción de la CPD, todos estos factores se relacionaban circularmente,  retroalimentándose entre ellos. El gobierno que asumiría en marzo de 1990 enfrentaba un empresariado que no era neutral: sus lealtades estaban claramente con el gobierno militar que finalizaba, identidad que en una medida importante se conserva hasta hoy. Tanto una confrontación abierta con las Fuerzas Armadas en razón de las violaciones a los derechos humanos y de su subordinación al poder civil, como el intento de reformar radicalmente y desde el inicio las instituciones políticas concebidas e impuestas por el autoritarismo, tendrían el efecto inmediato de arrojarlos hacia una oposición orgánica, conjuntamente con militares y partidos de derecha, independientemente de las políticas económicas que implementara el gobierno. Por otra parte, políticas económicas que antagonizaran al empresariado, o acciones gubernamentales que incentivaran climas de conflictividad social, se traducirían en desconfianza económica y mal desempeño del conjunto de la economía. En estas condiciones, tanto las Fuerzas Armadas como los partidos de derecha podrían atraer hacia sí al empresariado y explotar la situación sobreviniente para fines desestabilizadores.
A partir de este diagnóstico, la estrategia que efectivamente orientó a la CPD privilegió la estabilidad y el crecimiento económicos, por una parte, y la obtención y mantenimiento de condiciones de gobernabilidad, por la otra. Ello se expresó muy tempranamente en el estilo deliberadamente sobrio en cuanto a oferta electoral que caracterizó la campaña presidencial del futuro Presidente Aylwin durante 1989. La llamada “tentación populista” estuvo presente en diversas oportunidades, en el sentido de imprimirle un sello más generoso a la campaña en cuanto a promesas al electorado. 
Sin embargo, esta tentación fue rechazada una y otra vez a partir de la premisa de que la explosión de las demandas socioeconómicas era el riesgo principal para la gobernabilidad desde 1990 en adelante y que, por consiguiente, el control y disciplinamiento de las expectativas del electorado “natural” de los partidos integrantes de la coalición debían ser la primera prioridad de la conducción política.

Proponerse como objetivo primordial mantener la estabilidad, el crecimiento y la confianza económicos, implicaba la aceptación de la opción por la economía de mercado abierta que la dictadura había hecho e impuesto. Hacia fines de 1993, en circunstancias en que el modelo en cuestión se universalizaba y las alternativas a él eran inexistentes, esa aceptación apareció retrospectivamente como una decisión “intrínsecamente virtuosa”. La verdad, sin embargo, es que en 1989 el clima de ideas económicas de las que se nutría la CPD estaba, en el mejor de los casos, en transición. Los argumentos que llevaron a esa decisión se apoyaron primordialmente en consideraciones de necesidad política, y para muchos de los protagonistas la decisión en cuestión armonizaba mal con las que eran sus convicciones sobre el tema económico.
No obstante, la naturaleza misma de la coalición y de su electorado natural hacía imprescindible otorgar una alta prioridad al objetivo de “saldar” en una medida significativa la “deuda social”. El problema residía en hacer esto compatible tanto con el objetivo de preservar los equilibrios macroeconómicos, como con la meta más general y difusa de evitar el escalamiento de la conflictividad social y su inevitable proyección política. La estrategia adoptada fue, por una parte, aumentar el gasto social, financiándolo a través de mayores impuestos; y por otra, reformar la legislación laboral conservando su coherencia con las exigencias de mercados laborales flexibles y vinculación de las mejorías salariales a productividad, que vienen impuestas por el nuevo tipo de economía.
Este tipo de política económica, que procura compatibilizar estabilidad, crecimiento y redistribución en el contexto del conjunto de restricciones que impone una economía abierta, estaba ya claramente delineada en el Mensaje Presidencial de mayo de 1990. No obstante, sólo encontró una formulación conceptual explícita en 1991, a través de la fórmula del Crecimiento con Equidad. Esta doctrina era presentada como una alternativa a la que había inspirado tanto los esfuerzos de reforma económica como la política económica misma de los períodos exitosos del pinochetismo. En el discurso del gobierno Aylwin, tal orientación económica se caracterizaba por un énfasis unilateral en la estabilidad y el crecimiento, a partir de la hostilidad a nociones de justicia social y la premisa de un efecto automático de expansión de la prosperidad económica en virtud del crecimiento.
Esta formulación relativamente tardía es una expresión más de la prioridad otorgada al mantenimiento de un clima de confianza económica. Quienes han ocupado las posiciones estratégicas en el gobierno Aylwin razonaron que todo intento por establecer una diferenciación respecto del pasado en términos de postular un modelo económico diferente, propio del nuevo gobierno, implicaba el riesgo de atemorizar al sector empresarial, arruinando ese clima de confianza. Sólo en 1991, una vez consolidada la imagen de responsabilidad en las decisiones macroeconómicas y de compromiso con una economía de mercado abierta, se estimó posible hablar de una opción claramente distinta de la que había puesto en práctica el pinochetismo.

Tanto en el ámbito tributario como en el de la política laboral, el gobierno Aylwin inauguró desde sus inicios un estilo político caracterizado por la negociación y la búsqueda de consensos amplios, que lo han apartado considerablemente de la práctica de una democracia mayoritaria, estilo que se generalizó al conjunto de la acción gubernamental.
Es el predominio de ese estilo lo que explica el descenso en los niveles de polarización y conflictividad, descenso que a su vez ha repercutido favorablemente en la generación de climas de confianza empresarial. Sin embargo, la práctica exitosa de este estilo no habría sido posible en ausencia de dos condiciones.
La primera reside en las restricciones políticas producidas por dos de las instituciones heredadas del pasado autoritario. Si bien la CPD logró negociar exitosamente una flexibilización de la Constitución Política de 1980 a través de un conjunto de reformas plebiscitadas a mediados de 1989, fracasó en la eliminación de dos de sus rangos: la existencia de senadores no electos en el Senado, que han permitido desde 1990 configurar una mayoría opositora en esa Cámara, haciendo necesaria su colaboración para legislar exitosamente; y un peculiar sistema electoral que ha contribuido a esa configuración.(3).
El efecto de estas restricciones políticas ha sido más sutil de lo que aparece a primera vista. En realidad, ellas han permitido desplegar el estilo ya referido a partir de una decisión previa por una política que persigue atenuar la polarización y el conflicto, y que apela a estas restricciones como un recurso de justificación de la negociación y la búsqueda de acuerdos ante los electorados naturales de la CPD o ante intereses corporativos identificados con ella, como es el caso de la organización sindical en el nivel nacional. Frente a estas restricciones, habría sido igualmente posible desarrollar una política agresiva y confrontacional, que hubiera aun arriesgado con certeza el fracaso de diversas iniciativas, para culpar sistemáticamente de ellos a los partidos de derecha y a las instituciones heredadas de la dictadura. Esta segunda estrategia habría conducido inevitablemente a un proceso de escalamiento de conflictos y a niveles de polarización crecientes. En los hechos, lo que ha existido es una voluntad de negociar y buscar acuerdos, definida a partir de ciertos objetivos básicos, que emplea un discurso ambiguo sobre las restricciones políticas, de modo de hacer aceptables los acuerdos para grupos y sectores de opinión cuyas demandas sobrepasan con creces esos acuerdos.

La segunda es el tipo de economía política propio de la economía de mercado abierta. Bajo el modelo de economía cerrada y profundamente estatista,(4) que culminó durante el gobierno Allende, las  pugnas redistributivas no podían sino sujetarse a un patrón de confrontación altamente politizado en situaciones caracterizables como “monopolios bilaterales”. En una economía política de esa naturaleza, habrían fracasado las políticas del gobierno Aylwin que han atendido al objetivo redistributivo mediante acciones que, pese a su focalización, son universalistas, y mediante reformas a la regulación laboral que privilegian y perfeccionan la negociación colectiva bipartita como mecanismo de transferencia de mayor productividad a salarios. De hecho, en los sectores de educación y salud, donde en un cierto sentido los rasgos del antiguo modelo se mantienen, los conflictos laborales han tendido a reproducir el patrón clásico. A la vez, el fracaso de esas políticas habría destruido el conjunto de la estrategia decidida para el abordaje de los problemas de la transición y consolidación.
Mantener la estabilidad, crecimiento y confianza económicos implicaba rehuir una política de confrontación con las Fuerzas Armadas, tanto respecto del problema más general de su subordinación  al poder civil, como en cuanto a la cuestión específica de la permanencia del general Pinochet en  la comandancia en jefe del Ejército.
Para explicar la evolución de las relaciones cívico-militares desde marzo de 1990 en adelante, se ha tendido a apelar al hecho de que en Chile, a diferencia de otras transiciones, no existió una derrota militar de las Fuerzas Armadas u otro evento que precipitara un derrumbe del gobierno militar existente. Pinochet abandonó el gobierno tras una derrota político-electoral, que pudo hacerse efectiva en razón de una corriente democratizadora mayoritaria dentro del establishment autoritario, escisiones dentro de la propia cúpula militar y un conjunto de contingencias afortunadas que culminaron en los días previos y posteriores al 5 de octubre de 1988. No obstante, este desenlace preservó para las Fuerzas Armadas, y para Pinochet en particular, una cuota importante de poder, que hicieron realidad a partir de 1989, logrando el statu quo hoy vigente. El gobierno Alywin y la CPD simplemente se habrían resignado a una correlación de fuerzas que les impedía adoptar  una política distinta respecto de las Fuerzas Armadas y Pinochet.

Si bien el tema de la correlación de fuerzas es una dimensión importante en términos de lo sucedido en este ámbito, reducir la explicación a él implica un análisis superficial. De hecho, aun partiendo de un diagnóstico similar al esbozado más arriba, esto es, unas Fuerzas Armadas comparativamente poco afectadas en cuanto a cohesión interna y una opinión pública significativamente dividida en cuanto al prestigio asignado a ellas, el gobierno Aylwin tenía abierta la puerta para desarrollar una política confrontacional, apoyada en un esfuerzo de movilización y en su propia legitimidad derivada de los triunfos de 1988 y 1989, orientada a redefinir la regulación institucional entre Fuerzas Armadas y poder civil en términos significativos y a desalojar al general Pinochet de la comandancia en jefe. Esa estrategia constituía una apuesta válida, que ciertamente encerraba riesgos, como toda apuesta. Más que los riesgos de regresión autoritaria, lo que llevó a desechar esa apuesta fue el convencimiento de que, además de provocar el cohesionamiento del conjunto de las ramas y llevarlas a actuar como bloque a partir de una posición única, una política de confrontación afectaría negativamente la estabilidad, crecimiento y confianza social, sentando condiciones favorables para la recomposición del bloque autoritario en un clima de desestabilización  potencial.

Por consiguiente, en armonía con el objetivo primordial de consolidación económica, el gobierno Aylwin enfrentó el problema militar de dos maneras.Respecto de la permanencia del general Pinochet en la comandancia en jefe del Ejército, se atuvo a las normas constitucionales vigentes, reconociéndole su prerrogativa a ocuparla por el plazo establecido,(5) y desarrollando a la vez una estrategia orientada por dos metas: reducir progresivamente el protagonismo político de Pinochet, particularmente como potencial figura conductora y articuladora de una recomposición de la coalición autoritaria; y acotar y definir su rol como uno estrictamente institucional, ceñido a las normas constitucionales y legales. La ejecución coherente  de esta política implicaba abstenerse de esfuerzos por forzar una renuncia de Pinochet a su cargo, lo que suponía un fuerte autocontrol por parte de las autoridades políticas en términos de saber renunciar a las oportunidades que diversos hechos brindaban para impulsar cursos de acontecimientos que podían culminar en el desalojo de Pinochet de su cargo. En una medida importante, ese autocontrol se hizo efectivo. En las ocasiones que falló, se generaron incidentes como los de diciembre de 1990 y mayo de 1993, que si bien no significaron regresiones importantes en la consolidación de relaciones cívico-militares plenamente institucionalizadas, implicaron costos políticos para el gobierno. Vistas las cosas retrospectivamente, la estrategia seguida ha sido exitosa. Pese a las altas resonancias simbólicas, positivas para unos y negativas para otros, asociadas a la persona de Pinochet y la situación institucional que ha logrado preservar, su protagonismo político y los riesgos asociados a él son hoy virtualmente nulos.
Respecto de las restantes ramas de las Fuerzas Armadas, la política del gobierno Aylwin se ha orientado por una institucionalización de las relaciones, en términos del marco constitucional y legal vigente, y el objetivo de impedir y en definitiva cancelar la posibilidad de un entendimiento y un actuar político coordinado de ellas. También en este caso la política ha sido exitosa, sin perjuicio de que su naturaleza poco ambiciosa y modesta en cuanto a las metas perseguidas se traduzca en la permanencia de un conjunto de problemas pendientes. En razón de su mismo carácter, esta política no podía obtener éxitos en tres materias importantes: el estatuto jurídico, constitucional y legal, de las Fuerzas Armadas; la definición de una política gubernamental de defensa, a partir de un esfuerzo cooperativo caracterizado por un protagonismo civil a lo menos tan importante como el militar, asentada en una doctrina clara y adaptada a las nuevas realidades internacionales y regionales; y la racionalización tanto del gasto en defensa como de las propias Fuerzas Armadas en cuanto a personal y tecnología. No obstante, la situación que hereda el gobierno asumido en marzo de 1994 se aproxima a una de normalidad y estabilidad, y debiera permitir un efectivo enfrentamiento de los problemas pendientes por el próximo gobierno y el próximo Congreso Nacional.

Nuevamente, la prioridad otorgada a los objetivos económicos determinó las decisiones estratégicas que la conducción del gobierno Aylwin adoptó respecto de la cuestión de la reforma de la institucionalidad política implantada por el autoritarismo. Desde mediados de los años setenta en adelante, la reflexión sobre el tema institucional llevada a cabo por los círculos políticos e intelectuales opositores al gobierno militar había cristalizado en un diagnóstico altamente crítico del sistema normativo vigente hasta 1973. Este diagnóstico, a su vez, se había traducido en diversas proposiciones que postulaban reformas significativas, cuya concreción habría implicado una clara ruptura respecto del pasado y sus tradiciones en cuanto al tipo de régimen político y marco institucional estimados deseables. Esta actitud crítica e innovadora en materias institucionales se acentuó considerablemente con la entrada en vigencia de la Constitución de 1980, y durante el transcurso de la década floreció una actividad de construcción de propuestas de institucionalidad alternativa. Como resultado, las bases programáticas de la CPD, elaboradas durante 1989 para servir de plataforma a la campaña presidencial,(6)definían una estrategia de cambio institucional mayor, que incluso esbozaba la posibilidad de un tránsito hacia un régimen político de cuño semi presidencialista o, en el límite, parlamentario. No obstante, en esta materia prevaleció el mismo razonamiento que respecto del problema de la política que se debía seguir frente a las Fuerzas Armadas. La ejecución de una estrategia de cambio institucional mayor, independientemente de su escasa probabilidad de éxito, dada la relación de fuerzas existente en el Congreso Nacional, encerraba el riesgo casi cierto de un deterioro del clima de confianza económica y de una eventual recomposición de la coalición autoritaria.(7).

Considerando ese riesgo, la estrategia finalmente adoptada se basó en tres elementos. Primero, la premisa de que inversamente a lo que ocurriría en el ámbito económico, donde el electorado natural de la CPD juzgaría al gobierno primordialmente por su desempeño efectivo, en el ámbito político-institucional la evaluación descansaría en la fidelidad demostrada a los compromisos programáticos, con una relativa independencia respecto de los resultados efectivos obtenidos. En consecuencia, el éxito pasaba a ser un factor secundario, tanto para los efectos de la imagen pública del gobierno como en términos de las oportunidades políticas futuras de la CPD y de las fuerzas que la integran. Segundo, el establecimiento de prioridades dentro de la propuesta global de reforma institucional, discriminando entre aquéllas respecto de las cuales la obtención de resultados efectivos durante los cuatro años de gobierno constituía un objetivo necesario y susceptible de alcanzarse —principalmente, la democratización de los gobiernos locales—, y aquéllas donde las iniciativas de reforma fracasarían casi con certeza. Tercero, la opción por una estrategia de presentación secuencial de iniciativas atomizadas, en la que se procuraría cancelar la imagen de un cambio global del conjunto del sistema, y transitar desde el concepto de reforma —con su connotación de integridad— al concepto de perfeccionamiento democrático, con la connotación de innovaciones parciales, no sistémicas.

Esta estrategia fue exitosa, pese a las críticas de que ha sido objeto. No sólo contribuyó a la consolidación de la situación de estabilidad y crecimiento económicos. También se tradujo en cambios importantes, particularmente en el dominio de la democratización del gobierno local y la implantación de un sistema de gobiernos regionales, ciertamente innovador en la historia políticoinstitucional del país. A la vez, implicó intercambios o costos claros, tales como la permanencia del sistema electoral, de la institución de los senadores no electos, designados por el Presidente de la República, y del estatuto jurídico de las Fuerzas Armadas, para señalar los más importantes. En suma, por lo menos en el mediano plazo previsible, o consolidó en gran medida la institucionalidad construida por la Constitución de 1980, o postergó su reforma hacia la segunda mitad de la presente década. El rumbo que en definitiva asuma la evolución político institucional chilena es difícil de prever. Está sujeto a un conjunto lo suficientemente numeroso de contingencias como para tornar fútil todo esfuerzo por identificar los escenarios más probables en esta materia en los años por venir.
Tanto la primacía otorgada a los objetivos económicos como la aversión al riesgo que sustentó las políticas respecto de las Fuerzas Armadas y los cambios en la institucionalidad política, permitieron el despliegue de acciones gubernamentales más audaces en materia de derechos humanos y liberación de la vida pública del país.En el ya referido Mensaje Presidencial del 21 de mayo de 1990, después de destacar el cambio cualitativo ocurrido entre diciembre de 1989 y los primeros meses de 1990 en cuanto al clima imperante en el país,(8) el Presidente Aylwin sentó el concepto básico de la política sobre violaciones a los derechos humanos que su gobierno pondría en práctica: “... la conciencia moral de la nación exige que se esclarezca la verdad, se haga justicia en la medida de lo posible —conciliando la virtud de la justicia con la virtud de la prudencia— y después venga la hora del perdón”.
A partir de la identificación de los tres valores que orientarían la política sobre la violación de derechos humanos —verdad, justicia, reconciliación—, el problema residía en identificar los instrumentos para ejecutarla. La dificultad principal se encontraba en el objetivo de hacer justicia. Recurrir a una institucionalidad extraordinaria, ad hoc, implicaba dos riesgos nítidos. Por una parte, este camino llevaba con certeza no sólo a una desinstitucionalización cierta del sistema judicial chileno, sino también a erosionar las bases sobre las que había que reconstruir el Estado de Derecho. Por consiguiente, la decisión tenía que ser necesariamente la de respetar la institucionalidad judicial y acentuar en términos de comunicación pública la responsabilidad exclusiva de los tribunales por el curso y desenlace de los juicios sobre violaciones a derechos humanos. Tanto la situación prevaleciente en el sistema judicial, producto de una instrumentalización política de la justicia durante los años de autoritarismo, particularmente de los tribunales superiores, como los obstáculos legales y prácticos a la obtención judicial de la verdad y el castigo a los culpables, hacían prever desde el inicio que la política adoptada rendiría resultados insatisfactorios desde el punto de vista de las víctimas, sus familiares y la opinión pública identificada con ellos. De allí la fórmula, explícitamente consagrada, de la obtención de justicia en la medida de lo posible.

Por ello, sin perjuicio de ejecutar sistemáticamente la estrategia delineada, que continúa aplicándose hasta hoy,(9) el gobierno Aylwin hizo el esclarecimiento de la verdad histórica sobre las violaciones a derechos humanos, obtenida mediante el trabajo de la Comisión Verdad y Reconciliación constituida por decisión presidencial en los primeros meses de 1990, el elemento central de su respuesta al problema. El informe de esa Comisión, presentado al país por el Presidente Aylwin en una dramática intervención pública en marzo de 1991, y ampliamente difundido con posterioridad, obtuvo un reconocimiento social más que mayoritario en cuanto verdad histórica sobre lo ocurrido. 
Ello permitió suplir la insuficiencia cierta de un conjunto de verdades judiciales fragmentarias e incompletas y satisfacer de una manera importante anhelos colectivos de justicia. A la vez, ha operado como una sanción genérica a los responsables, no obstante no individualizar culpables. Esta política, orientada por el objetivo de obtención de una verdad histórica, fue complementada por otras dos. La primera, lograda mediante reformas legales y constitucionales y el empleo de la prerrogativa presidencial del indulto, ha permitido reducir el problema de los así llamados “presos políticos” a una cuestión hoy marginal, con un impacto positivo tanto en términos de satisfacer demandas de las organizaciones de derechos humanos, como en el cumplimiento de la meta de aislar políticamente los grupos de izquierda paramilitares o terroristas. La segunda, expresada mediante la creación de una Corporación pública y diversas medidas legales y administrativas, se ha orientado por un objetivo de reparación e integración social de las víctimas de violaciones y de sus familiares, que ha satisfecho tanto reivindicaciones de justicia como la necesidad de reconocimiento social de estas personas.

Aceptando que en el tipo de situaciones como la chilena todo esfuerzo por solucionar el problema de las violaciones de derechos humanos necesariamente estará muy por debajo de lo que se podría considerar satisfactorio desde el punto de vista del valor de la justicia, la evaluación de las políticas y estrategias sobre esta materia seguidas por el gobierno Aylwin es positiva. La transición y consolidación democráticas en Chile se ajustan a un patrón de transición pactada o negociada, que implica una continuidad esencial respecto del pasado autoritario que las antecede. Esa continuidad supone un conjunto de fuertes restricciones que fuerzan al gobierno democratizador post autoritario a conciliar un conjunto de objetivos que guardan entre sí relaciones de incompatibilidad importantes: consolidación de un Estado de Derecho y un clima generalizado de libertades públicas, estabilidad política, estabilidad y dinamismo económicos, satisfacción de demandas por justicia, y responder a las reivindicaciones económicas de los grupos perdedores durante el período autoritario. La misión de un gobierno como el gobierno Aylwin no es una misión fundacional, sino la de identificar un conjunto de políticas y estrategias que, a partir de las restricciones impuestas por el proceso de transición, posibiliten una trayectoria evolutiva posterior satisfactoria. Ello obliga a intercambios importantes entre los diversos valores y objetivos en juego. En este sentido, sin perjuicio de la libertad posterior del analista no comprometido para juzgar críticamente lo obrado a partir de ejercicios contrafactuales, demostrando quizás la existencia de posibilidades y oportunidades que no fueron aprovechadas, el enjuiciamiento global de la gestión del gobierno Aylwin debería concluir que ella se ajustó a la misión que la naturaleza propia de la situación le imponía.
Por otra parte, el tipo de combinación de políticas y estrategias que el gobierno Aylwin identificó para conciliar los objetivos y valores en juego, particularmente la prioridad otorgada a las metas de gobernabilidad y estabilidad y dinamismo económicos, ha tenido un impacto significativo en la conformación del sistema de partidos que comenzó a emerger desde 1988 en adelante.

Como se señaló más arriba, esa peculiar combinación exigía la puesta en práctica de un estilo de hacer política acentuadamente consensual, premeditamente orientado a generar y mantener un nivel de polarización y conflictividad significativamente bajos. En definitiva, ello se tradujo en atenuar considerablemente la competitividad entre los partidos, tanto al interior de la CPD como entre ella y los partidos del bloque opositor.(10).
Esa atenuación de la competitividad ha sido uno de los factores que explica el éxito de la gestión  del gobierno Aylwin, y a su vez este éxito ha alimentado el mantenimiento de esa baja competitividad en la medida en que ha generado incentivos claros para que las fuerzas comparativamente más débiles dentro de la CPD se mantengan dentro de ella. El resultado de este proceso es la configuración adoptada por el escenario electoral de diciembre de 1993, caracterizado por un enfrentamiento entre los bloques principales —la CPD versus una coalición de partidos de derecha—, y la participación de fuerzas marginales situadas en la izquierda del espectro político (comunistas y ecologistas), sin representación parlamentaria. El éxito de la CPD, capaz de mantenerse no sólo como una coalición cohesionada de soporte del gobierno Aylwin, sino también de proyectarse más allá de 1994 como fuerza electoral absolutamente mayoritaria en un sistema pluripartidista que históricamente mostró rasgos constantes que operaban en un sentido centrífugo y de fragmentación, puede constituir una tendencia cuyo desenlace sea una configuración bipartidista de dos bloques, que a su vez tienden a una creciente indiferenciación tanto en su interior como entre ellos.
Ese desenlace, cuya probabilidad no es baja, podría consolidar una situación de alta gobernabilidad, que ciertamente favorecería una evolución positiva de la economía chilena en términos de dinamismo, altas tasas de crecimiento, y aun un componente redistributivo no desdeñable. Si ello aconteciera, la gestión del gobierno Aylwin habría probado rotundamente su éxito. Ciertamente, como toda respuesta práctica exitosa elaborada por una sociedad a los problemas que ella enfrenta, involucra intercambios y costos. Los efectos negativos que genera en el mediano plazo un sistema de partidos caracterizado por una baja competitividad son de sobra conocidos. No obstante, si se considera que para un país como Chile el problema primordial continúa siendo la superación  de su condición de subdesarrollo, quizás lo más racional sea asumir los riesgos que encierra una situación prolongada de baja competitividad entre los partidos, procurando identificar políticas y medidas que atenúen los costos que de ello se deriva. Al menos durante un tiempo, una democracia menos competitiva, y por consiguiente menos democrática, asociada a una fase de efectivo desarrollo y modernización, puede ser preferible a una emergencia prematura de una mayor competitividad, que cancele ese proceso de desarrollo.

NOTAS
1. Durante un breve período posterior a marzo de 1990, el Partido Comunista definió su política frente al gobierno Aylwin a partir del concepto de independencia crítica, pero transitó rápidamente a una estrategia de oposición, basada principalmente en movilizaciones reivindicativas sectoriales, particularmente en los dos grandes sectores de asalariados públicos: profesores y empleados de la salud.
2. La noción de utopía era aún de uso frecuente en los años 1988 y 1989. Hoy en día es de rara ocurrencia, lo cual constituye un excelente indicador de los cambios de mentalidad sobrevenidos en los últimos cuatro años. En la actual cultura de centro-izquierda se ha hablado de recuperar la capacidad de soñar, o se recurre a metáforas o símiles análogos, ciertamente más débiles que lo connotado por la noción de utopía.
3. A ello hay que agregar la exigencia constitucional de quora calificados para la aprobación de reformas tanto a la Constitución como a las leyes orgánicas constitucionales, que tornan necesaria también la cooperación de la minoría opositora en la Cámara de Diputados en estos casos.
4. Estatista tanto en términos de la preponderancia del sector público productivo, como en relación con el acentuado dirigismo que caracterizaba al modelo. Por consiguiente, no sólo la empresa privada jugaba en ella un rol crecientemente secundario y subordinado con el transcurso del tiempo, sino también los mecanismos de mercado, virtualmente inexistentes hacia 1973, reemplazados por regulaciones y decisiones burocráticas o político-legislativas.
5. A diferencia de los restantes comandantes en jefe, de acuerdo a la Constitución Pinochet puede ocupar el cargo hasta 1977.
6. Debe recordarse que en 1989 se pactó entre la CPD, los partidos de derecha y representantes del gobierno militar un conjunto de reformas a la Constitución de 1980, finalmente plebiscitadas a mediados de ese año. No obstante, la CPD expresó públicamente que esas reformas eran insatisfactorias y que quedaban pendientes las más importantes. Estas últimas fueron incorporadas al programa de gobierno de la CPD.
7. Las dirigencias de las organizaciones corporativas empresariales sentaron desde muy temprano la doctrina de que tanto los esfuerzos por alterar significativamente la institucionalidad política, como los cambios mismos que se introdujeren en ella, ponían en peligro la estabilidad general del país y, por consiguiente, de la economía. Esta doctrina continúa vigente hasta hoy.
8. Textualmente, el Mensaje afirma: “Un nuevo espíritu impera en la convivencia nacional. Al clima de confrontación, descalificaciones, odios y violencia que prevaleció por tanto tiempo, ha sucedido un ambiente de paz, respeto a las personas, debate civilizado y búsqueda de acuerdos”. Quien haya vivido este tránsito, convendrá en la validez de esta afirmación.
9. La ejecución de esta política, pese a implicar un rol relativamente pasivo para el Poder Ejecutivo, no ha estado exenta de turbulencias derivadas de la inevitable tensión con el Ejército en razón del desarrollo de los juicios sobre violaciones de derechos humanos, turbulencias que han involucrado al gobierno y al propio Presidente de la República. Uno de los últimos episodios lo constituyó una forma de protesta militar el 28 de mayo de 1993, que tuvo como secuela la presentación de un proyecto de ley cuyo objetivo explícito fue la agilización de esos juicios, proyecto que abortó al no reunir el consenso requerido dentro de los propios partidos de gobierno. En general, el desarrollo en el tiempo de todas las políticas 
consideradas en el presente trabajo ha sido más complejo de lo que podría inferirse de la relación que de ellas se hace aquí, pero dar cuenta de esa complejidad escapa totalmente a los límites de este trabajo. Por consiguiente, el lector debe tener presente en todo momento que las descripciones contenidas en él son por necesidad altamente esquemáticas y sumarias.
10. Ciertamente, hay condiciones institucionales que han cooperado a generar esa baja competitividad, como es especialmente el caso del sistema electoral. No obstante, la determinación del comportamiento estratégico de los partidos por el sistema electoral no es absoluta. Para que ella opere, se requiere de un conjunto de decisiones previas sobre los objetivos que se quiere lograr, que hagan indeseables los riesgos que supondría colocar una alta prioridad en la modificación de las reglas del juego electoral. La principal perjudicada por la operación del sistema electoral es el ala izquierda de la CPD, integrada por el Partido Socialista y el Partido por la Democracia. Ambas organizaciones podrían haber puesto una primera prioridad en la modificación del sistema, con el riesgo claro de destruir la CPD. La no aceptación de ese riesgo es el producto de una decisión política que otorga prioridad a la mantención de la coalición a partir de un proyecto que la hace necesaria.
Diciembre de 1993



ANEXO 2

Reconciliación e impunidad: los derechos humanos en la transición democrática José Bengoa
SUR, Centro de Estudios Sociales y Educación
La transición democrática en Chile se enfrentaba a tres asuntos políticos fundamentales. El primero, de orden político económico: dar garantías para que continuase el ritmo de crecimiento económico del país y posibilitar una mejor distribución de los ingresos. El segundo, de orden político institucional: democratizar las instituciones públicas y, en lo principal, restablecer el poder civil frente al militar. El tercero, sin duda el más difícil e importante, de orden político moral: reconstruir la convivencia nacional, dañada por la violación sistemática de los derechos humanos, y el conflicto político e ideológico agudo por el que atravesó la sociedad chilena durante más de dos décadas.
El modo como se ha ido resolviendo el tema de los derechos humanos se enmarca en estos tres desafíos de la transición.

TRANSICIÓN, ECONOMÍA Y MOVIMIENTOS SOCIALES

En su mayor parte, las transiciones desde situaciones dictatoriales a democráticas han sido acompañadas de fuertes procesos de desestructuración económica. Pareciera muchas veces que la asociación entre autoritarismo y orden económico es estrecha. Es por ello que, a comienzos de los años noventa, iniciándose la transición, había muchos temores de presiones sociales, demandas económicas insatisfechas por parte de los grupos y sectores que durante todo el período dictatorial habían sido marginalizados. Se pensaba también que algunos sectores empresariales no responderían a los llamados a la inversión y que, por el contrario, boicotearían la economía. El sector agrícola, por ejemplo, era extraordinariamente sensible, por lo que se debió buscar la manera de privilegiar la relación con los agricultores y exportadores en detrimento de los campesinos. La Concertación de Partidos por la Democracia prometía a sus afiliados, y al país, mantener el proceso de crecimiento y cambiar el sentido “concentrador y excluyente” que había caracterizado al modelo económico, procediendo a realizar un mejoramiento de las condiciones de vida de los sectores más pobres de la población.
Es evidente que, en este contexto, el llamado a la “responsabilidad” de los diversos sectores sociales era un elemento importante. La coalición, en la medida en que poseía un amplio espectro y legitimidad “hacia la izquierda”, podía convocar a la responsabilidad, y pudo “controlar” y neutralizar las presiones sociales existentes.
Este contexto económico es quizá lo que explica la escasa presencia de los movimientos sociales populares durante el período de transición. Es evidente. Los movimientos sociales se organizan y fortalecen en la acción reivindicativa. Esta se veía constreñida frente a un “bien mayor”: lograr que el proceso de transición ocurriese en un contexto armónico, en “paz social”.
La “ciudadanía perdida” se transformó en el principal tema de la sociedad. Los movimientos sociales, que tuvieron mucha presencia durante el período dictatorial, bajaron su perfil, o simplemente desaparecieron. Este contexto nos parece central para comprender el fenómeno de los derechos humanos, y las reivindicaciones y movilizaciones ocurridas en torno a ellos. En el período no hubo un ambiente amplio de movilizaciones sociales; por el contrario, se las veía como perjudiciales al proceso de transición.
El restablecimiento de la ciudadanía —o, dicho de otro modo, la democratización de las instituciones políticas— fue visto por todos los chilenos como un elemento central del período. La constitución simbólica del Congreso Nacional, de un gobierno civil; la discusión acerca de las municipalidades y las consiguientes elecciones de concejales, dieron el marco de normalidad democrática  que el país requería.

PODER MILITAR Y PODER CIVIL

Lograr la primacía del poder civil sobre el militar era el segundo gran objetivo de la transición. Al igual que el primero, estaba, o aparecía a la vista del público como permanentemente amenazado.
Las relaciones entre el poder militar y el nuevo poder civil se veían en el contexto de la mutua desconfianza y la posibilidad de vuelta atrás. La experiencia de Argentina, muy cercana y conocida, al igual que numerosas otras, mostraban que las transiciones podían ser desestabilizadas de manera muy peligrosa por los resabios no conformistas del poder militar.
El gobierno puso la nota de cautela, cuidado, e incluso finura en las relaciones cívico-militares, evitando cualquier asomo de enfrentamiento. Se escogió el camino no confrontacional. Más aún, se vio que en el diálogo, la conversación, el entendimiento parcial, se lograría —a medida que el tiempo pasara— consolidar la relación de subordinación de las Fuerzas Armadas.
La población, sin duda, acompañó al gobierno en esta estrategia. Una cierta dosis de realismo, un largo período marcado por la violencia, el enfrentamiento, los conflictos políticos, conducían a que fuera de “sentido común” la búsqueda de caminos alternativos. Al decir de muchos — y parafraseando la novela de Jorge Amado—, el país se había “cansado de guerras”.
La ciudadanía, las organizaciones sociales, los partidos políticos, observaron con preocupación las relaciones entre el gobierno democrático recién instalado y los militares. Cualquier crítica podía ser entendida como “provocación”. El ambiente de los dos primeros años de gobierno fue “no hacer olitas”, ante una situación considerada de alta inestabilidad. Posiblemente muchas personas no aceptaban en su fuero interno los gestos de mutuo respeto entre personeros de gobierno y militares, pero no cabe duda de que todos los comprendían. Nuevamente, al igual que en el primer asunto tratado, en la política económica, el “bien superior” se imponía frente a la sociedad golpeada por décadas.
Los militares, por su parte, hicieron ver y sentir su poder político, sin tanta “finura”. De una manera factual, lo demostraron en dos ocasiones: el llamado “ejercicio de enlace”, en 1991, y el denominado por la prensa “boinazo”, un año más tarde. Fueron dos momentos de alta tensión, en que los militares vieron amenazadas sus posiciones y reaccionaron como cuerpo armado, estampando un “téngase presente” al conjunto de la sociedad.
Pero es quizá al nivel simbólico e ideológico donde el poder militar se ha sostenido con mayor fortaleza. El bloque concertacionista no ha podido criticar en su conjunto la política dictatorial. Ya veíamos que el primer objetivo fue, y continúa siendo, la mantención del ritmo de crecimiento del país inaugurado en el régimen militar. La modernización económica, la integración del país a los nuevos mercados externos, son objetivos compartidos tanto por miembros del mundo cultural dictatorial como por el mundo cultural democrático. Esto implica que existe, en la práctica, una evidente continuidad.
Los militares se perciben a sí mismos como exitosos. No son Fuerzas Armadas derrotadas en su misión civil. La civilidad, por su parte, los critica por su autoritarismo, por las violaciones a los derechos humanos, pero no los puede criticar de igual manera por su comportamiento frente a la economía, por el crecimiento económico inaugurado en su período de gobierno.
La relación entre el poder militar y el poder civil es, por lo tanto, “doble”. Por una parte, se trata de traspasar el poder militar al civil; pero, por otra, se trata de “continuar” realizando las políticas que, nada más ni nada menos, en el ámbito económico han tenido éxito, y sobre todo un enorme consenso.
Este contexto es central para analizar la situación de los derechos humanos, las medidas que se tomaron en este terreno, la acción de los organismos defensores de los derechos humanos, y la conducta del gobierno en este ámbito.
Es esta doble cara de la dictadura militar lo que ha permitido en Chile disociar el proceso de reconciliación con el de justicia o, dicho de otro modo, permitir que exista una real reconciliación en la sociedad chilena, principal e indiscutido éxito del período, habiendo una flagrante situación de impunidad.


EL DESCUBRIMIENTO DE LA VERDAD

La sociedad chilena fue estremecida con los descubrimientos de los cuerpos de los ejecutados y desaparecidos. Meses después de asumido el gobierno democrático, comenzaron a aparecer por diversas partes del país, tumbas, cuerpos, entierros clandestinos, numerosas evidencias de la violación extrema de los derechos humanos ocurrida en el tiempo de la dictadura.
En Pisagua se descubrieron numerosas tumbas clandestinas fuera del Cementerio. Por las condiciones climáticas y del suelo, los cadáveres estaban prácticamente intactos. Aparecían amarrados con alambres, amordazados, y con un tiro en la cabeza. El horror fue fotografiado y publicado en todos los medios. Quizá éste fue el caso más dramático. Pero le siguieron muchos. Poco a poco se conocían historias que habían sido contadas a media voz.
La aparición de libros testimoniales ha sido de la mayor importancia en el descubrimiento de la verdad. Los zarpazos del puma fue sin duda la más formidable denuncia de los crímenes cometidos por los militares. Relata la excursión de una patrulla militar hacia el norte del país, con órdenes de matar a todos los prisioneros políticos de la Unidad Popular que en esos días estaban presos en las cárceles. La publicación era voceada en las calles céntricas de Santiago, y comprada por personas y sectores que no acostumbran leer libros de esa naturaleza.

Fueron numerosas las contribuciones al restablecimiento de la verdad. Los arqueólogos ocuparon sus técnicas sofisticadas en rescatar los cadáveres y reconstruir las circunstancias en que fueron asesinados. La aparición de Michael Townley en la televisión, relatando con una frialdad enorme todo los hechos ocurridos en el caso del asesinato de Don Orlando Letelier. Sus revelaciones respecto al “caso Soria” , funcionario internacional asesinado de manera cruel por un denominado Comando Mulchén, formado por militares, muchos de ellos en servicio activo en la actualidad. En fin, han sido muchas las personas que han contribuido al esclarecimiento de la verdad.
La sociedad chilena reaccionó al igual que casi todas en las que han ocurrido hechos de esta naturaleza. Espanto e incredulidad. Por supuesto, para las personas que participaron en el movimiento de derechos humanos durante la dictadura, estos hechos eran ampliamente conocidos. Sin embargo, para la mayoría de la población, posiblemente, eran datos generales, versiones lejanas, en fin, rumores no confirmados. La aparición de los cadáveres constituyó una demostración de la evidencia.
La sociedad reaccionó con horror pero, al mismo tiempo, con temor. La aparición de los muertos, de una manera tan dramática, no condujo a la movilización por la justicia, a la acción en defensa de los juicios. Tampoco se produjo la reacción de la Alemania nazi de posguerra: “no sabíamos”.
La reacción social ha sido el temor. El temor a nosotros mismos, a las fuerzas desatadas de la sociedad, a la barbarie que se origina cuando se sobrepasan los límites de la racionalidad.
La sociedad chilena tuvo acceso al conocimiento de muchos de los hechos que habían ocurrido en la dictadura. Fue la acción de periodistas, agrupaciones de Derechos Humanos, y sin duda se contó con el activo apoyo del gobierno.
El contenido de este develamiento ha sido, sin embargo, parcial; esto es, se produjo en un contexto particular. Se conocieron los hechos en sus aspectos más dramáticos, más evidentes, pero no se conoció, ni se publicitó, ni quedó en evidencia, el conjunto de los victimarios ni tampoco las razones que condujeron a esos crímenes. Muchas veces se tuvo acceso a los nombres de los autores, pero éstos no estaban claramente ubicados en el contexto institucional militar o policial. La población fue quedando con la idea de que se trataba de un grupo aislado.

Más aún, la idea de un “grupo aislado” se fue instrumentalizando, en la medida en que era la única posibilidad “realista” de ganar juicios en los tribunales. El caso de José Manuel Parada y sus compañeros, conocido como “el caso degollados”, por la horrible circunstancia de la muerte de estos tres profesionales, es sintomático. Los hechores son conocidos, y constituían una unidad operativa dentro del Cuerpo de Carabineros. Nadie podría pensar que se trataba de un grupo clandestino al interior de la institución. Sin embargo, el tratamiento público ha debido ser de esa naturaleza.
De igual manera, y coherentemente con lo anterior, las razones de las muertes, de los crímenes, eran vagas, o simplemente no se las analizó. En el período de transición la sociedad chilena no debatió las “razones de la barbarie”. Prefirió callar, observar, reaccionar pasivamente: “ojalá que no suceda nunca más”.
La reacción y limitación del descubrimiento de “la verdad” está condicionada por lo señalado en los puntos anteriores. Es evidente que frente a una relación cívico-militar comprendida por la población como inestable, “delicada”, tensa, la investigación se autolimitaba. Nos parece que la autocensura inconsciente de los medios de comunicación, de los periodistas, de los intelectuales, del conjunto de la sociedad, se explica por estos factores. Los autores de los crímenes fueron apareciendo crecientemente como personas aisladas, grupos aislados al interior de los cuerpos militares o policiales; como sujetos, incluso, muchas veces de mentes desquiciadas. La aparición de Romo, el denominado “Guatón Romo”, miembro de la Dirección Nacional de Inteligencia (DINA), conocido represor, es prototípico. Aparece ante la gente de derecha, centro o izquierda, ante quienes apoyaron a Pinochet y ante quienes fueron por él perseguidos, como un sujeto despreciable. No aparece, ante la visión irreflexiva, como parte de un sistema de represión, como parte de una estructura con objetivos político-militares.
El conocimiento de la verdad condujo a una sanción social moral negativa de los transgresores. Aparecen como personas anormales, muchas veces poseedores de patologías. Sin embargo, no se investiga en las causas de la violencia. No hay una suerte de explicación social de las causas.
El temor de la sociedad a que ocurran nuevamente hechos de esta naturaleza ha conducido a las explicaciones sencillas, factuales, en que se aisla a un grupo social y se lo estigmatiza. La sociedad “sana” se aparta de los miembros comprometidos con el horror, de quienes hicieron la “tarea sucia” que nadie les reconoce.

EL RITO DE LA VERDAD. LA COMISION RETTIG

Quizá lo más importante que ocurrió en Chile en materia de derechos humanos en el período de la transición democrática, fue la acción de la Comisión Rettig.
El Presidente de la República nombró una Comisión de Verdad y Reconciliación, presidida por Don Raúl Rettig, conocido abogado, profesor y político. Esta Comisión contó entre sus miembros con personas que incluso habían sido ministros del gobierno militar, como Don Gonzalo Vial, historiador y abogado. La Comisión se constituyó en todo el país y conoció de miles de denuncias de violaciones de los derechos humanos. Para los familiares de las víctimas, ese proceso fue de una importancia moral inusitada. Después de años y años de clamar en vano, se establecía una instancia formal, que los escuchaba respetuosamente. En las regiones, la Comisión se instaló en los edificios de las Intendencias, Gobernaciones, con lo que en forma visible se percibía una voluntad del Estado, y del gobierno, de buscar justicia.
El proceso de audiencias posibilitó que muchas familias que no se habían atrevido a denunciar la desaparición de un pariente, lo hicieran. Es el caso que se dio, por ejemplo en el sur del país, entre familias de origen mapuche. Por las más diversas razones explicables, no se habían acercado a ninguna organización de derechos humanos a denunciar el caso de sus familiares. Al instalarse las oficinas de la Comisión Rettig, lo hicieron. En este sentido, la constitución de esta Comisión fue un importante paso para terminar con el temor que existió durante años en la sociedad chilena.
Si el proceso de investigación fue muy importante para las familias de las víctimas, el anuncio fue un impacto para el conjunto del país.
Todos los chilenos sabían de la existencia de los detenidos desaparecidos; sin embargo, la Comisión Rettig y lo señalado por parte del Presidente de la República entregó la prueba de verdad que el país requería. Se rodeó el hecho de la más alta credibilidad moral. Fue un impacto de gran importancia. Posiblemente muy pocas personas leyeron las cientos de páginas del informe, aunque se agotaron varias tiradas de los periódicos. Lo importante fue el observar la lista de las víctimas, las observaciones acerca de su detención, los hechos narrados, los actores implicados, en fin, un conjunto de antecedentes indesmentibles. Una “sensación de verdad” recorrió a la sociedad chilena.

El Presidente de la República dio a conocer públicamente, a través de la televisión, el informe, y solemnemente pidió perdón en nombre del Estado de Chile a las víctimas y familiares. Ha sido el rito más importante de la transición.
En esa coyuntura, se abrió espacio a la reconciliación social. La fuerza moral del Presidente puso al país en una dinámica diferente a lo que había sido su historia reciente. La reconciliación es un concepto fácil de comprender en una sociedad de cultura cristiana católica generalizada.
En ese momento, para muchos, en especial los militantes de las organizaciones de derechos humanos, existía una indisoluble relación entre reconciliación y justicia. El perdón, como condición de la reconciliación en las culturas de origen cristiano católico principalmente, es visto como una consecuencia del restablecimiento de la justicia.
La Comisión tenía por mandato enviar a la justicia ordinaria todos aquellos casos donde se hubiera comprobado elementos constitutivos de delitos y susceptibles de iniciar juicios contra los culpables. Así se hizo. Las condiciones en ese momento eran óptimas para que el proceso de justicia se produjera en un ámbito de conciencia pública y se viera indisolublemente unido a la verdad ya entregada.
No es fácil determinar en términos históricos, cronológicos, las causas que condujeron a que esta indisolubilidad se quebrara y que la estrategia elaborada por el equipo presidencial cambiara de rumbo. El asesinato del senador Jaime Guzmán, ocurrido muy pocos días después de entregado el Informe Rettig, sin duda fue un elemento detonante. Guzmán era uno de los símbolos civiles de la dictadura. Ante la opinión pública, era el ideólogo del período pinochetista. Su asesinato a manos de un grupo “rodriguista” fue un golpe a la estrategia de “reconciliación pactada”, que hemos venido explicando. El gobierno no pudo menos que poner el fiel de la balanza más al medio, ante un hecho tan brutal.

La reacción de las Fuerzas Armadas ante el Informe Rettig quizá es otro elemento que, en un análisis más de largo plazo, podrá ser visto como determinante del curso de los acontecimientos en materia de derechos humanos. Los militares, en particular, realizaron un rito opuesto al del gobierno. Reiteraron de manera solemne su apoyo al Comandante en Jefe del Ejército y vieron en el informe un ataque institucional. La actitud corporativa, de unión interna, de separación con la sociedad civil, de atrincheramiento en sus posiciones más duras, impidió que la estrategia de “reconciliación pactada” tuviera un camino abierto.
Habría que analizar a la sociedad chilena de los noventa, su cultura política, su abatimiento frente a su pasado reciente, para explicar con mayor profundidad la separación que se fue produciendo entre reconciliación y justicia. En esos días comenzó a hacerse presente la consigna “toda la verdad” y “la mayor justicia que se pueda”. La misma idea de “castigo a los culpables”, que había tenido una gran aceptación social antes del advenimiento del gobierno democrático y durante su primer año, fue quedando relegada a grupos especializados, militantes, e incluso fue debatida en las mismas agrupaciones de familiares de las víctimas.
En esos días se reconstituyó la cultura de derechos humanos en el país. En primer lugar, se estigmatizó lo ocurrido. Nadie, desde esos días, tiene espacio cultural en Chile para defender las violaciones del período pinochetista. La misma explicación de “que hubo una guerra”, no es aceptable a la luz de los hechos develados. En segundo lugar, se reconoció el derecho de los familiares a conocer toda la verdad acerca de lo ocurrido con sus parientes. Se solidarizó con ellos. Prueba simbólica de aquello es el enorme muro con la inscripción de todos los nombres de las víctimas que se ha construido en el Cementerio General de Santiago, con apoyo del gobierno. En tercer lugar, se entregó el proceso de justicia a los tribunales. De esta suerte, se “privatizó” el restablecimiento de la justicia. Es una relación entre los familiares o descendientes de las víctimas y los victimarios, los posibles causantes, los culpables.
El hecho no es menor. La justicia y su contrario, la impunidad, son asuntos sociales. Las sociedades hacen justicia con su pasado, o lo dejan impune a la suerte del olvido, del paso del tiempo, del juicio de la historia. La sociedad chilena, el gobierno como parte de ella, por diversos motivos superiores sin duda a la voluntad de los actores, privatizaron el tema de los derechos humanos, con posterioridad a los hechos rituales aquí descritos. El Informe Rettig fue el último proceso público en el sentido de societal, en que la sociedad y el Estado se hacían cargo de los derechos humanos violados en Chile durante el período militar.

La privatización de la justicia ha conducido a consagrar la impunidad. Los autores de los delitos contra los derechos humanos ocurridos en la dictadura están, en su mayoría, impunes en Chile. No hay impunidad penal, dado que se pueden llevar, y se llevan, numerosísimos juicios. Pero, se consagró la impunidad social. La impunidad pública. Mientras los tribunales de justicia, en forma privada y particular, no determinen la culpabilidad penal de una persona, no hay sanción, ni social, ni cultural, ni obviamente punitiva.
Hay países, como España por ejemplo, donde la impunidad no se consagró socialmente, aunque en términos de justicia no se realizaron demasiados procesos restitutivos o punitivos. En esos países, las personas socialmente consideradas como parte del proceso violatorio de los derechos humanos, pasaron al mundo privado y no tuvieron aceptación social. Mucho menos política. Lo mismo ha ocurrido en Argentina y otros países. En Chile, en cambio, las personas que participaron en asuntos gravísimos de violaciones, son aceptadas socialmente, aparecen en las páginas sociales de la prensa, se relacionan en negocios e incluso dan lecciones de “moral y buen gobierno”. Se considera que mientras no sean procesadas formalmente por los tribunales de justicia, su culpabilidad no existe. La impunidad como cultura social se impuso y se privatizó la justicia, reduciéndola a un asunto entre privados, entre víctimas y victimarios.

REPARACIÓN Y JUICIOS

El Informe Rettig, como acto simbólico de reconocimiento de los derechos colectivos de los hombres y mujeres de la sociedad chilena, tuvo como consecuencia una importante política de reparaciones. El Estado asumió la culpa, y la responsabilidad por el daño causado.
La reparación es coherente con el curso de los hechos antes descrito, pero además demostró una explícita voluntad del gobierno. En la medida en que no podía avanzar en la acción de la justicia, abrió el camino de la restitución moral y material. La sociedad, representada por sus más altas autoridades, se ha autorresponsabilizado y, por tanto, debe reparar lo quebrado en los descendientes de las personas atropelladas en sus derechos.
Surgieron las “becas Rettig”, para asegurar la educación de los hijos y descendientes de las víctimas; pensiones de diferente tipo, en algunos casos habitación y otros beneficios.
Se aplicó una política semejante con otros sectores que habían sufrido violaciones a sus derechos y que no estaban incluidos en los términos de la Comisión Rettig. Es así que se enfrentó el exilio con una oficina nacional para el retorno de los chilenos exiliados y se les otorgó una serie de franquicias aduaneras, facilidades en la obtención de créditos bancarios, becas de estudio, entre otros beneficios. Algo semejante ha ocurrido con los ex presos políticos del período dictatorial, a quienes se les ha otorgado programas de ayuda, de reinserción laboral, becas de estudio y capacitación, de modo de favorecer su integración a la sociedad.
Los juicios han continuado entre los privados. Son numerosísimas las causas que se siguen en casos de violaciones a los derechos humanos. En la medida en que estos casos siguen el conducto regular de la justicia, como cualquier demanda judicial, dependen de la celeridad de los jueces.
Este fue el motivo que condujo al malestar militar del año 1993. Sin mayor conocimiento de la opinión pública, comenzaron a ser citados a declarar a los tribunales de justicia numerosos uniformados en servicio activo. Los militares reclamaron ante el gobierno, acusándolo de acoso judicial. Sin embargo, esa conclusión era indebida, ya que —como se ha visto— la resolución del asunto de las violaciones de los derechos humanos consistió en su privatización, por lo cual se ha autolimitado la acción del Estado.

La delimitación del Estado en la responsabilidad de reparación, la privatización de los juicios y la acción de la justicia, obviamente no han resuelto el asunto. Lo que ha ocurrido es que se ha dejado abierta, sin alternativa de término, la cuestión de los derechos humanos.
Quizá a ello apuntó la iniciativa presidencial, en los meses finales del gobierno de transición, para dar un marco adecuado al tema y permitir su resolución. Se trataba de un mecanismo de aceleramiento de los juicios por violaciones, por la vía de límites de plazos, jueces especiales, y otros mecanismos. Es evidente que el asunto se encontró ante demasiados puntos de vista discrepantes. Los representantes políticos de las víctimas no podían aceptar una suerte de ley de “punto final”.
Esta habría sido posible si se hubiese reiterado el carácter social y público de la justicia y la impunidad, lo que equivaldría a la renuncia de las autoridades castrenses. La imposibilidad fáctica de esta solución condujo a una impasse de las medidas destinadas a acelerar los juicios por derechos humanos y a retirar el proyecto de ley del Parlamento. La existencia de juicios privados por violaciones es, sin duda, una fuente de variados conflictos.
Por una parte, es parcialmente cierto que los juicios son entre particulares, ya que uno de los acusados generalmente es parte de instituciones de la defensa nacional y, como tales, públicas. Muchas veces se cae en la paradoja de que son abogados castrenses los que defienden a los procesados, poniendo así en cuestión su carácter particular. Por otra parte, al ser privados los juicios, se someten a todas las lentitudes, embrollos jurídicos y, en general, falta de pruebas determinantes que conduzcan a verdaderos actos de justicia.
En el ámbito de los privados existe también la convicción de que se impone la impunidad. Así es, independientemente de lo deseado quizá por todos los actores. La privatización del conflicto por la violación de los derechos humanos, ha sido una mala solución. Está impidiendo que haya justicia, tanto a nivel público y societal, como generalmente, también, a nivel privado y particular.
Un verde manto de impunidad se denomina el libro recientemente publicado por los abogados defensores del “caso degollados”, sin duda uno de los más publicitados en el país. Las pruebas y detalles del juicio son contundentes. No existe ni la más remota duda acerca de la culpabilidad; sin embargo, la justicia ha operado con enormes trabas, con lentitud y, sin duda, dejando en la impunidad total a figuras de la más alta importancia política actual en el país.
La privatización de los juicios ha conducido, como es lógico, a la privatización del tema de los derechos humanos. Esto se expresa fuertemente en el movimiento de las organizaciones de Derechos Humanos.

Durante la dictadura militar surgieron numerosas organizaciones de defensa de los derechos humanos. Las agrupaciones de familiares, las instituciones de defensa, los movimientos de acción directa, como el Sebastián Acevedo, contra la tortura y numerosas otras manifestaciones. Este movimiento, por razones obvias, comenzó a disminuir su actividad con el gobierno de transición, llegando a casi desaparecer en los últimos años. El núcleo más activo de las agrupaciones se vio conmovido con estos fenómenos descritos de reparación y privatización. La acción colectiva frente al Estado comenzó a perder sentido, a no ser escuchada ni por el gobierno ni por la sociedad. En fin, en los últimos años sólo sectores políticos extra parlamentarios, de la antigua izquierda revolucionaria, mantienen una actitud combatiente en este terreno. La reiteran ritualmente los 11 de septiembre, recordando al país que existe una herida abierta.
La privatización del movimiento de los derechos humanos es, sin duda, una consecuencia de los fenómenos descritos. La falta de otros movimientos sociales, la dispersión de las demandas ciudadanas, la feliz presencia de un Estado respetuoso, en general, de los derechos de las personas, a lo menos en términos comparativos, ha conducido a que se desperfile el tema. La ausencia de una reflexión más profunda sobre las causas de las violaciones es un dato de la causa. Será motivo de la historia, de los que la estudien, determinar sus causas profundas.

RECONCILIACION

La reconciliación ha sido un objetivo alcanzado por la sociedad chilena en un plazo insólito de cuatro años. Parecía imposible, y sin embargo se ha logrado plenamente. El núcleo militar, duro, mantiene sus posiciones sin claudicar. No accede a la petición de “perdón”, no realiza ningún gesto positivo hacia la reconciliación. Allí reside quizá el único elemento disonante de la sociedad. Esta posición de trinchera conduce al polo duro del Ejército al aislamiento, con consecuencias impredecibles para el funcionamiento de la sociedad chilena en el futuro próximo.
Probablemente deberán cambiar las autoridades históricas, el general Augusto Pinochet especialmente, para que los mandos militares reaccionen al igual que el conjunto de la sociedad, procediendo a perdonar, solicitar perdón y avanzar en la reconciliación generalizada.

Esta presencia no reconciliable ni reconciliada puede conducir al acrecentamiento de posiciones “duras” en el campo de los descendientes de las víctimas. Los familiares de las víctimas han sido un ejemplo de reconciliación. Han expresado con una altura de miras increíble su postura tendiente a la búsqueda de la justicia. Han rechazado de la manera más categórica la “revancha”, el odio o la falta de espíritu reconciliador. Sin embargo, la no correspondencia desde el polo militar puede conducir a acrecentar el carácter escandaloso de la impunidad.
A pesar de la existencia de estas situaciones, no se puede menos que afirmar que la estrategia de “reconciliación pactada” que se diseñó, tuvo un singular éxito. Desde lo más alto del Estado, se aplicó una política de “aquietar” los ánimos, de terminar un período de guerra, de “bajar el tono” de los debates. Una actitud madura y serena que la sociedad chilena va a reconocerle a sus gobernantes por mucho tiempo.
Para algunos resulta incomprensible. Los observadores externos, por lo general, no pueden aceptar el hecho. Muchos chilenos que han vivido largamente en el exilio encuentran “pornográfica” la convivencia pública de los antiguos enemigos. El dato, sin dudarlo, es más fuerte. La reconciliación a nivel social se ha logrado y se percibe en un sinnúmero de gestos, tanto en el ámbito de la política como en otros ámbitos de la vida social.
La reconciliación ha trascendido también del ámbito público al ámbito privado. Las familias, los grupos sociales, las instituciones, estaban cortadas por las viejas rencillas, culpas, disputas violentas. La sociedad chilena estaba escindida. Ello ha cambiado radicalmente. Se producen otros cortes, otras divisiones, otras alineaciones, pero la antigua ruptura se ha visto evidentemente superada por los hechos. El objetivo global de la reconciliación, en términos generales, se logró.

¿Cuál ha sido el precio de esta reconciliación?
Es muy difícil medirlo con tan poca distancia histórica. La impunidad social de la que goza un sector de victimarios, condición necesaria, aunque no deseada, de la reconciliación pactada, es sin duda un precio muy alto.
Quizá el costo de la impunidad no es medible en hechos concretos, pero puede afectar muy duramente la cultura nacional. La impunidad es un contravalor social, emite la señal de que los actos criminales no son punibles, de que siempre está el recurso del olvido; de que el perdón, incluso, es un acto formal. Impone el rito sobre el contenido.
La impunidad en la gestión pública es doblemente dañina. Los gobernantes aparecen ante la mirada ciudadana como más allá del bien y del mal, fuera de los marcos de la justicia, con permiso para disponer de las personas. Más aún, la cultura política ha sido golpeada en su relación entre medios y fines. La justificación de la impunidad está en los fines, en fines que han justificado los medios empleados.
Es por ello que la impunidad es prima hermana de la corrupción. Son culturas públicas de la irresponsabilidad. Las personas que obedecieron la razón de Estado y que no fueron sancionadas por ello, pueden con su ejemplo aportar a una cultura del escepticismo, a una cultura de la no justicia, de los contravalores como valores de una sociedad. Amnesty International, cada año, si bien señala que no hay violaciones a los derechos humanos en Chile, llama la atención por la impunidad en que han quedado las violaciones cometidas en tiempos pasados. Es bueno que nos lo recuerden, aunque los chilenos masivamente quieran olvidar lo que ocurrió.
Junio de 1994