domingo, diciembre 18, 2011

La profanación de Jaime Guzmán. Carlos Peña


El jueves, un grupo de estudiantes protestó en medio de la celebración de los veinte años de la Fundación Jaime Guzmán. La reacción de los asistentes fue inmediata. El más elocuente fue Coloma:
"No había visto nunca -dijo, con cierta desazón- ese ánimo de profanar la memoria de un muerto e intentar impedir que uno pueda realizar ese homenaje".
¿Es verdad lo que dice Coloma? ¿Es cierto que la protesta de esos estudiantes fue una profanación?
Por supuesto que no.

Los personajes públicos -finados o no, poco importa- es muy difícil que adquieran la calidad de sacros que necesitarían para ser profanados. La arena política suele ensuciar la imagen y el alma, decía Maquiavelo, de los que se involucran en ella, especialmente cuando lo hacen a la sombra de una dictadura abundante en crímenes. Y éste fue el caso de Jaime Guzmán. El asesinato de Guzmán fue inaceptable; pero eso no basta para que su memoria transite desde el ámbito profano de la política y de la crítica, al ámbito sagrado de la veneración y del silencio. Ser víctima de un crimen es fuente de conmiseración, de indignación, de repulsa moral; pero no basta para escribir la primera línea de una hagiografía o para ingresar al panteón sagrado de una comunidad cívica.
Y si Jaime Guzmán no alcanza a tener el carácter sacro que Coloma le atribuye, ¿por qué habría de tenerlo la fundación que lleva su nombre y cuyo aniversario se celebraba?
La reacción de Hernán Larraín no fue mejor que la de Coloma:
Es muy triste -dijo, afectado, el senador- que un grupo de estudiantes de la Católica no pueda aceptar que se le recuerde a un ex profesor de su universidad.
Pero lo que dijo el senador no era cierto. El homenaje que se hacía en ese momento no era a un profesor -a pesar de que Jaime Guzmán lo fue- sino a un político e ideólogo de casi todas las cosas por las que hoy día los estudiantes se quejan. El homenaje que se rendía a Jaime Guzmán no era al profesor que enseñó a generaciones de estudiantes, sino al político y al ideólogo de la dictadura. No es entonces -como dice Larraín- que los estudiantes impugnen el recuerdo de un profesor: están rechazando el recuerdo de un político. Y de qué político.
Guardando las distancias -que las hay por supuesto-, Carl Schmitt fue un brillante profesor de la Universidad de Berlín; pero, al mismo tiempo, llegó a ser el jurista del Tercer Reich y un antisemita confeso que empleó su abrumadora inteligencia para justificar crímenes. Si un día una fundación que llevara su nombre organizara un acto para conmemorar su recuerdo en un patio de la Universidad de Berlín ¿debiera prohibirse que un grupo de estudiantes judíos protestara con el pretexto de que se trata de un profesor? El subcomandante Marcos también fue profesor y, al mismo tiempo, ideólogo del levantamiento en Chiapas. Si se organizara un homenaje en su honor, ¿sería inaceptable que un grupo de quienes no creen en el indigenismo revolucionario protestara?
Por supuesto Coloma y Larraín pueden quejarse por la coacción que algunos estudiantes (los menos) quisieron ejercer; pero no pueden sostener que la mera protesta es una profanación o que al protestar los alumnos se oponían al recuerdo de un profesor.
La UDI parece creer que ser víctima de un crimen basta y sobra para que Guzmán entre al terreno de lo sacro y para que, en consecuencia, todas las actividades públicas y políticas asociadas a su memoria se transformen en sagradas. Pero las cosas no son así. La muerte no sitúa a las personas más allá del bien y del mal, no cambia un ápice lo que hicieron y tampoco pone a sus ideas más allá de la crítica o de la protesta ciudadana.
¿Significa todo lo anterior entonces que ni Coloma ni Larraín debieron quejarse de nada?
No. Tenían razones para quejarse. Y la principal era habérseles ocurrido que podían promover las ideas de un personaje controversial como Guzmán y esperar que todos los demás, especialmente los estudiantes de hoy, escucharan en silencio, como si fueran feligreses en una eucaristía.