miércoles, noviembre 02, 2011

UNA RESIGNACIÓN INEXCUSABLE Rodolfo Fortunatti



Las agresiones del Estado en contra de menores han dejado de ser la excepción de la represión policial. Han pasado a ser el procedimiento regular empleado por la administración para inhibir la protesta social. Aún late viva en la memoria de los damnificados de Dichato, la madrugada del 21 de julio cuando efectivos policiales, abriéndose paso a punta de proyectiles y gases lacrimógenos, ingresaron al campamento El Molino donde moraban niños, mujeres y ancianos. Todavía persiste en el recuerdo de los vecinos de Rotonda Grecia la noche del 25 de agosto, ocasión en que el sargento de la 23º comisaría de Peñalolén disparó su subametralladora UZI y dio muerte a Manuel Gutiérrez, un joven de 16 años. La fuerte represión del 4 de agosto en Santiago ya es archivo histórico de Wikipedia.
Entonces, cerca de un millar de detenidos, uno por cada cuatro manifestantes y sólo una docena de formalizados, demostró cuán intensa fue la violencia padecida por los jóvenes, en su inmensa mayoría menores de edad. En la misma línea se inscriben los brutales desalojos del 23 de septiembre en los liceos José Victorino Lastarria y Carmela Carvajal, gaseados cuando aún había alumnos de básica en su interior. Y ahora, el despiadado trato propinado por un funcionario de Carabineros a Javiera Sepúlveda, de 14 años, durante el desalojo de la ribera del río Mapocho.


Ninguno de estos episodios puede ser visto como un progreso moral. Ni tan solo desde el punto de vista del restablecimiento del orden. No puede ser precepto político lo manifiestamente inhumano, lo que perjudica, daña y destruye a las personas.
Una sociedad se hace más civilizada cuando sus normas y prácticas de convivencia se tornan más humanas. La expectativa que abrigamos es que día a día, año a año, década a década, las personas y sus comunidades vean crecer y desarrollarse el Estado de Derecho y, con él, sus propios derechos y garantías. Sin embargo, ¿qué ocurre en Chile?
Sucede que de manera paulatina y sostenida se fortalece la capacidad represiva del Estado. No sólo crece el presupuesto asignado a los medios de violencia, sino que este potencial coercitivo crece tanto por las inversiones en tecnologías más complejas y con mayor capacidad de provocar daño, como por el aumento de la dotación y del adiestramiento del personal policial. Paradójicamente, estos recursos, cuya asignación
se justifica en una mejor seguridad civil, no consiguen orden ni seguridad públicas y, en cambio, reproducen en su infinita espiral, los medios de violencia empleados contra civiles. Y así, tras escalar los más altos peldaños de la represión, ocurre que nos hallamos ante la grave circunstancia de que si no fuera por el celo constitucionalista de la magistratura, el Gobierno ya habría involucrado a todo el sistema judicial en los ilícitos que desea ver perpetrados contra los estudiantes, metodología del orden a todas luces fracasada, como lo demuestra de modo elocuente el Caso Bombas, donde no había pruebas, no había testigos, no había un juicio, no había nada.
Las defensas jurídicas de la sociedad civil se debilitan al mismo tiempo que se fortalecen los instrumentos de violencia del Estado y se esfuman las oportunidades para la paz social.
Lo que se observa es un gran retroceso de las organizaciones de la sociedad civil, y de su capacidad para emprender acciones de defensa y promoción de los derechos civiles y políticos, no obstante su notable evolución a favor de los derechos económicos, sociales y culturales. Como consecuencia de este recogimiento, se ha visto mermada la demanda por más y mejores instituciones garantes de las libertades de pensamiento, conciencia y religión, de opinión y expresión, de reunión, asociación y desplazamiento, y han dejado de justiciarse ante las instancias nacionales e internacionales, prerrogativas esenciales como el derecho a la vida y a la integridad física y mental, a la libertad y a la seguridad personal, o el derecho a un juicio justo. El recién creado Instituto Nacional de Derechos Humanos, que avanza con la vista fija en el espejo retrovisor y el pie pendiente del freno gubernamental, no ha podido cubrir este déficit. Y los partidos políticos ni siquiera lo debaten. El abandono que ha hecho de su misión la Democracia Cristiana, un partido de inspiración humanista, otrora voz de los sin voz, resulta fatal para los más pobres y oprimidos. No olvidemos que fueron militantes democratacristianos quienes —a veces irritando a sus dirigentes— dieron los primeros testimonios en las universidades, en los sindicatos y en las poblaciones en pro de la paz. Gente como Jaime Castillo, Guillermo Yunge y Manuel Bustos, fundó las comisiones de Derechos Humanos y de Derechos Juveniles, y la Coordinadora Nacional Sindical. Hoy, la falange parece estar más preocupada de perseguir sanciones para los levantiscos que irrumpieron en los salones del Senado, que de denunciar la acción anti-republicana, anti- democrática y anti-constitucional con que el Gobierno pretende anular la independencia de los jueces.

¿Qué hay detrás de todo esto? Detrás de esta regresión de los derechos civiles y políticos hay una pérdida de convicción en los principios e ideales sobre los cuales se levantó el edificio de los derechos humanos en Chile. Hay un desvanecimiento de las doctrinas, de las ideologías y de las convicciones humanistas, y, luego, de la teoría política, frente a los avances del poder, y de sus excesos. Este poder cuyo rostro es el Estado policía que reprime, genera inseguridad y proyecta multiplicar hacia el futuro la violencia social actual. Y lo
sabemos por experiencia: sin ideologías humanistas el mundo, el orden social, la vida en común, son menos humanos.
Parece llegado el momento de movilizar las protecciones que el país tiene a su haber, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos y el Protocolo de San Salvador, dos instrumentos que han sentado una nutrida jurisprudencia sobre la universalidad, integralidad e indivisibilidad de los derechos
de las personas.