domingo, marzo 20, 2011

¡Yankee go home!. Carlos Peña.

Para saber quién es Obama -no el personaje que emboba a medio mundo, sino el Presidente de los Estados Unidos- es imprescindible saber qué lugar tiene hoy ese país.
En un libro que salió de las prensas de Harvard hace ya una década, Toni Negri y Michael Hardt echaron alguna luz sobre ese asunto, distinguiendo entre los conceptos de imperialismo y de imperio.
El imperialismo, dijeron, es la simple expansión de la voluntad de un Estado nacional. Es lo que se verifica cuando un Estado -atendiendo a sus mejores intereses, aunque siempre adornándolos de valores universales- no tiene empacho en conquistar, saquear, cometer genocidio o intervenir en cualquier otro que, él siente, le está amenazando. Es, poco menos, lo que hizo Estados Unidos a pretexto de la Doctrina Monroe o la Guerra Fría en Latinoamérica y, por supuesto, en el Chile de 1973, cuando el país de Obama no tuvo remilgos en sabotear la economía, sobornar dirigentes, apoyar ilícitamente a los medios opositores, e infiltrar (en esta época de solicitudes de perdón, ¿aprovechará quizá Obama esta visita para excusarse mañana?).

A diferencia del imperialismo, el imperio aparece, en cambio, como una red global de comunicaciones y de intercambios económicos sin un centro claro, regida por reglas uniformes, cuya custodia se entrega a algunos de sus miembros. Por supuesto, en el imperio hay también explotación y violencia (si no, que lo digan Serbia o Irak, y a contar de mañana, Libia o las multitudes que viven en el margen), pero los pretextos que las legitiman son distintos. La guerra no se hace en nombre de intereses propios, sino esgrimiendo valores comunes, y la explotación económica, en vez de ser una guerra de clases, adopta hoy la forma de un mercado autorregulado y global cuyas leyes no cabe sino acatar (tal como lo pensaron los fisiócratas en el siglo XVIII). Si en el imperialismo se esgrimen los valores e intereses nacionales, en el imperio son los valores del mundo ("el mundo no puede tolerar..." suele decirse) los que se enarbolan.
En opinión de Negri y Hardt, en el mundo globalizado de hoy no hay imperialismo.
Hay un imperio, cuyo miembro más conspicuo sería Estados Unidos.
Una década antes de que el libro de Negri y Hardt saliera de las prensas, uno de los aspectos de este fenómeno lo había anticipado un profesor de origen japonés. Lo que ocurre, dijo entonces Fukuyama, es que la democracia liberal está triunfando en todo el mundo, de manera que la historia, en la que hasta ese momento competían dos modelos, entrará, predijo, en una meseta donde cabrá sólo uno. De ahí en adelante, profetizó, todos serían americanos en sus mentes y sería cosa de tiempo que, poco a poco, comenzaran a serlo también materialmente y en sus formas de vida (y para darse cuenta de que acertó, basta mirar en la televisión de estos días a mujeres envueltas en el velo islámico reclamando libertad).
En un mundo así, sigue habiendo guerras, por supuesto (y Estados Unidos se cuida de participar en casi todas). Pero se trata de conflictos muy distintos a los que había cuando el imperialismo. En el antiguo orden, la guerra se estimaba legítima en hipótesis de agresión injusta o rompimiento de acuerdos previos. Hoy día, sin embargo -como lo mostró Kosovo y lo muestra Libia-, Estados Unidos y quienes le acompañan hacen la guerra con la misma violencia de siempre, sólo que ahora se arrogan un derecho de policía internacional. También, desde luego, hay injusticias distributivas y explotación económica; pero ellas se achacan a las leyes del mercado global, frente a las cuales no cabe sino subordinarse.
Así entonces, Obama no es el representante del imperialismo; pero sí es un conspicuo miembro del imperio.
Mañana, cuando esté de paso en Chile (de paso, puesto que se irá temprano el martes), firmará, se ha dicho, un acuerdo de espíritu similar al que en 1961 firmó Kennedy para promover la democracia en la región. Pero el Estados Unidos de esos años es muy distinto: entonces era un Estado imperialista que se afilaba las uñas y a cuyos presidentes se les decía: ¡Yankee go home! Hoy día, en cambio, se trata de un imperio que ya no necesita afilárselas, porque ganó la partida, y al que sería ridículo decirle ¡Yankee go home!, por la sencilla razón de que en cualquier lugar del mundo, o casi, está en su casa.