domingo, octubre 24, 2010

Muerte de un niño. Carlos Peña

Carlos Peña.jpgLa muerte de un niño encerrado en un automóvil camino a su jardín —el tipo de cosas, sugiere Dostoievski, que aconsejan devolver el boleto al universo— es un trágico ayuda memoria de los problemas que, en materia de infancia, enfrentan las sociedades modernas. ¿Qué asuntos de interés público pone de manifiesto ese horror incomprensible? Ante todo, recuerda la sostenida expansión de la escolaridad: las sociedades modernas sustituyen, cada vez más temprano, la vida en la familia por la experiencia en alguna institución educativa. Cada vez más niños, que están muy lejos de la mínima autonomía, salen todas las mañanas de sus casas y son encargados a instituciones educativas.

Era lo que hacía cotidianamente ese niño. Hasta que lo alcanzó la sombra de la desgracia.
¿No es mejor —como sugieren las visiones conservadoras— que los niños se queden al cuidado de su madre, sin exponerse a los peligros desgraciados de salir todos los días del hogar? ¿Por qué, en vez de apurar la entrada en la educación formal no se la retarda lo más posible?
Las razones a favor de la educación temprana fuera del hogar —un objetivo que se persiguió con esmero los últimos años— son de índole económica y moral.
Las sociedades mejor educadas son capaces de brindar mayor bienestar a sus miembros. Y como la evidencia indica que mientras antes comience la educación se aprende más y mejor, entonces la conclusión parece obvia: hay que integrar a los niños lo más temprano posible a una institución educativa. Así el capital humano será más abundante.
Pero hay también razones morales: la experiencia educativa temprana favorece la igualdad.

En tanto más temprano se igualen las oportunidades de los recién venidos a este mundo (y mientras más temprano se sustituya el amor incondicional del hogar por la medición del logro) más se estrecha y se acorrala a la herencia cultural y social de la que cada uno de nosotros es, sin merecerlo, portador.

Y junto a esos logros —que no son pocos— se libera a la mujer de la división sexual del trabajo y se le permite, si ella lo prefiere, buscar su autorrealización en roles distintos a los de madre.
Como se ve, sobran las razones para que los niños, desde muy temprano, y con todos los riesgos que eso supone, sean expuestos a la experiencia educativa, a la sustitución del amor incondicional por la medición del esfuerzo y del logro. Cuando eso se hace, las sociedades son más prósperas y moralmente mejores.

Pero, por lo mismo, es imprescindible contar con una red de servicios que ayude a minimizar los riesgos que los padres y sus hijos deben afrontar.

Y en nuestro país estamos todavía muy lejos de eso.
A diferencia de lo que ocurre en algunos países de la OECD (donde la educación temprana de 3 a 5 años prácticamente se ha universalizado) entre nosotros la educación preescolar se encuentra tan estratificada o más que la escolar o la universitaria; el sistema público, a pesar de todos los esfuerzos, se muestra todavía insuficiente (no es ni universal, ni obligatorio); la acreditación de calidad de jardines y salas cunas está pendiente; aún existen barreras que impiden el acceso; y, como lo muestra la tragedia de ese niño, los servicios anexos a la educación temprana, como el transporte profesionalizado, simplemente no están disponibles.
¿Qué puede explicar que, siendo sustitutos del cuidado familiar, dejemos a esas instituciones casi al garete, sin ninguna o muy poca regulación?
No se trata, por supuesto, de culpar a las políticas públicas de la incomprensible muerte de ese niño. Lo más probable es que esa muerte se deba a uno de esos momentos absurdos e inútiles que, cada cierto tiempo, salpican la condición humana.
Pero sí se trata de que las tragedias, junto con condoler a la opinión pública, la ayuden a vigilar mejoras en esa parte de la vida infantil, cada vez más temprana, que consiste en abandonar poco a poco la familia e ingresar, a veces para el horror, en la ciudad.