domingo, noviembre 30, 2008

La ética del buen vivir y el espíritu de la acción política


Rodolfo Fortunatti
La Democracia Cristiana saldrá fortalecida de la junta nacional, sólo si se
resuelve a erradicar el nocivo germen del utilitarismo del poder que le
impide reconocer, y superar sus conflictos, a la luz de una genuina actitud
moral frente a la política. Todo habrá sido en vano, si falta la disposición
espiritual necesaria para restablecer confianzas y movilizar la voluntad
común.
Porque es el espíritu democratacristiano el que ha venido dando muestras
de cansancio. Son el empobrecimiento de las relaciones humanas, la
pérdida y debilitamiento de los lazos comunes, la desaparición de las
esperanzas colectivas, el desdén por el otro, las humillaciones y rencores
que cruzan su convivencia interna, los que han venido haciendo daño al
partido. Es todo aquello que palpan con desesperanza sus militantes. Todo
aquello que puede ser observado en la prensa, en las cartas, en las
declaraciones, y en los correos que se transmiten a través de las redes
digitales, dejando escaso lugar a la certidumbre.
El principal adversario del partido es su propia inmunodeficiencia. Su
mayor vulnerabilidad anida en sus propias defensas morales, que flaquean
ante la naturaleza rebelde y persistente de sus luchas internas. El utilitarismo político
Es difícil que se produzca un giro radical en la próxima junta nacional. El
imaginario colectivo del partido ha sido profusamente invadido por un
utilitarismo político que lo mide todo por el uso y la utilidad que preste.
Donde las personas valen como unidades intercambiables, sean éstas
votos, cargos o posiciones de poder. Donde la eficacia de una estrategia,
con independencia de los medios y fines, radica en su capacidad para
acumular poder, su resultado último. Donde se espera que las personas
busquen siempre el mayor beneficio, y sus opciones sean determinadas
por bien consolidadas e inmutables relaciones de fuerza.
El problema se vuelve crónico cuando una racionalidad política estrecha y
mezquina como ésta desafía sin cesar las tradiciones y valores del partido,
debilitando su cohesión y atemperando los sentimientos de pertenencia de
la colectividad. Por cierto, este utilitarismo puede resultar muy útil para
conquistar el poder, pero es absolutamente ineficaz para gobernar una
comunidad de hombres y mujeres libres.
Es difícil que esto cambie en la Junta, pero quizá la Junta ofrezca una
oportunidad para hacer un alto y, por un momento, permitirnos tomar
conciencia de nuestra condición. Darnos un respiro en medio de la lucha,
para preguntarnos ¿quiénes somos los democratacristianos? ¿Qué nos
une? ¿Qué queremos?
No son preguntas neutras. Son preguntas que tienen un sentido implícito.
Todas ellas hacen referencia a «nosotros», a la común humanidad que nos
reúne. Podrían por tanto fundirse en una sola: ¿Hay algo que no siendo
privativamente de ninguno, se extienda a todos? O más claramente: ¿Qué
es lo comunitario democratacristiano?
En una breve y ya olvidada publicación, «El socialismo visto por los
comunitarios», Percival Cowley escribió un día de otoño de 1971:
«La comunidad verdaderamente humana es aquella capaz de apreciar y
fomentar la libertad solidaria de sus miembros. Sabe que debe labrarse
un futuro y que él depende del poder creador que, naciendo de la
libertad de los suyos, sea capaz de construir el mañana.
«Si la comunidad ahoga al que la compone, va simplemente a la
desagregación y a la muerte. Carece de energías para el futuro
inmediato, es incapaz de ser crítica respecto de sus realizaciones
presentes, y no posee la imaginación capaz de inventarse una historia».

El texto cobra tal actualidad, que ensambla sin dificultades con lo más
contemporáneo del pensamiento personalista. Al examinarlo podemos ver
cómo la libertad de las personas —libertad solidaria, o sea, asociada a
una causa común— se eleva como principio esencial de la comunidad.
Pues, para crecer y vigorizarse, la comunidad necesita de la libertad.
Libertad para crear. Libertad para pensar el futuro. Libertad para hacer el
futuro. Libertad para sacar lecciones de la crítica a lo realizado. Libertad
para imaginar una historia.
Al fijar la vista con agudeza, podemos constatar que el común
denominador de tales libertades es la expansión de las facultades
imaginativas de las personas. Podría decirse que somos libres porque
somos capaces de crear imágenes mentales. Y estas imágenes, que
acompañan todo el proceso de formación de la política, nos procuran una
representación ficticia de la realidad con la cual construimos el nexo entre
la teoría y la práctica políticas.
Imágenes creadas, transmitidas y compartidas, son las que dan cuenta de
nuestros proyectos y programas. Imágenes de lo anhelado, son las que nos
impulsan a movilizarnos o, como diría Juan Pablo Terra, nos despiertan
esa poderosa motivación para la acción que es la mística. Imágenes del
qué, cómo y para qué hacer, empapan enteramente la obra política.
Todo esto parece demasiado obvio. Y sin embargo, todo esto es
precisamente lo que el utilitarismo político ha reprimido, relegado o
degradado hasta presentarnos como sospechosas las invocaciones a la
ideología y a la utopía, inhibiendo con ello las funciones que ambas
cumplen en la formación de la política. Pero la utopía y la ideología son
dos cosas distintas y necesarias para la vida de una comunidad. La
ideología proporciona a la comunidad el sentido de pertenencia y de
viabilidad histórica que fortalecen su cohesión. El sueño utópico —la
imagen de un país inexistente— ofrece, en cambio, el prisma a través del
cual la comunidad puede escrutar y criticar lo establecido.

La raíz del conflicto
¡Debemos poner freno a la racionalidad utilitarista! Debemos desterrar
este modelo de acción política que distorsiona la percepción del interés
colectivo y oscurece las causas del conflicto interno.
Las recriminaciones mutuas que han cruzado por estos días dirigentes del
partido, constituyen sólo los síntomas de esta pérdida de sentido y
orientación. Basta hojear los diarios o ver la televisión, para aquilatar la
virulencia de una guerrilla de acusaciones que la mayoría de la militancia
observa perpleja. La prensa interesada en nuestra desaparición se satisface
sólo con darle tribuna a una contienda que parece insoluble, y donde se
exaltan o denigran los atributos de unos y otros en un clima de crispación
e intolerancia. Hay malestar, qué duda cabe, pero esta insatisfacción es el
efecto, no la causa del problema.
El origen del problema trasciende a la coyuntura y a la propia Junta
Nacional. El problema arranca de la incapacidad del partido para integrar
las diferencias producidas por un proceso de modernización que impacta
crucialmente al centro político y social del país. Incapacidad de la
colectividad para procesar los conflictos de intereses generados por las
diferencias de poder, de acceso a bienes, de prestigio y de jerarquía social
que se expresan en la sociedad chilena, y que se reproducen en su seno
bajo la forma de exclusiones, discriminaciones y resentimientos de amplio
espectro.
En un reciente estudio sobre las capas medias y su creciente
desvinculación socio-política del Estado democrático en Chile, Ignacio
Balbontín concluye que la coexistencia de una clase media tradicional,
con cultura política y conciencia cívica organizada y meritocrática, y una
clase media emergente, con una lógica mercantil y tecnocrática, ha
impactado a los partidos políticos de dos maneras:
«Estos, por una parte, dejan de cumplir con su rol de instrumentos de
articulación y de intercambio de intereses entre lo social y lo político,
perdiendo fuerza convocante hacia la sociedad, y, por la otra, dejan de
arbitrar conflictos de intereses internos entre sus militantes o sus
dirigentes y los liderazgos representativos facilitando su
fraccionamiento. Dejan de cumplir la función ideológica de la
integración de las diversas demandas en proyectos y programas de
interés general, y pierden su capacidad creativa de reformulación
renovadora. El resultado es que tienden a dividirse en facciones o
grupos cerrados que superan los límites de la autoridad partidaria y, a
veces, afectan la transparencia y la pulcritud pública».
Es este conflicto, originado en la estructura social, el que aflora a la
superficie. Es esta lucha social y cultural —que a veces desnuda
prejuicios étnicos, y otras, jerarquías de cuna, tradición y estatus—, la que
produce segregación y fragmentación política. Una lucha de
sensibilidades e intereses que, está visto, no se resuelve exhortando al
respeto de las normas y prescripciones. Porque si así fuera, las
resoluciones del Quinto Congreso habrían tenido fuerza e imperio, incluso
frente a las tendencias cismáticas. Y no las tienen. Sabemos que el
manifiesto refundacional sólo ha servido para poner de relieve las
inconsecuencias de nuestra acción política y, por desgracia, mostrar no lo
mejor, sino lo peor de nosotros.
Dicho sin las vaguedades y eufemismos del estilo versallesco:
La lucha de clases que se ha visto en el partido, es inconsecuente con su
identidad de partido pluriclasista.
La lucha entre generaciones que se ha visto en el partido, es inconsecuente
con sus postulados en favor de los niños, de los jóvenes y de los adultos
mayores.
La lucha entre estilos de vida que se ha visto en el partido, es
inconsecuente con un partido tolerante y respetuoso de la diversidad.

La lucha entre dinastías que se ha visto en el partido, es inconsecuente con
un partido de méritos.
La lucha entre técnicos y operadores que se ha visto en el partido, es
inconsecuente con un partido de militantes.
La lucha entre facciones que se ha visto en el partido, es inconsecuente
con su vocación nacional y popular.
La lucha de vetos y descalificaciones personales que se ha visto en el
partido, es inconsecuente con un partido de camaradas.
Ninguna de tales luchas puede reclamar legitimidad en un partido que
profesa los valores esenciales de libertad, justicia y solidaridad que
orientan una sociedad democrática. Ninguna puede anteponer su interés
particular al postulado de una sociedad solidaria, fraterna, justa,
democrática, igualitaria y libertaria, en la que hombres y mujeres puedan
desarrollarse espiritual y materialmente. Ninguno de estos intereses
particulares, puede pretender imponerse al universalismo
democratacristiano.
Así y todo, la integración de las diferencias sigue siendo una asignatura
pendiente del partido. Y enfrentarla pasa por reconocer el conflicto, pero
crucialmente, pasa por un acto de confianza y de voluntad colectivas que
permita avanzar hacia un nuevo consenso moral y político.
Ello entraña una renovada disposición del espíritu. Supone ver en la ética
no un edicto de restricciones, deberes y coacciones impuestas para limitar
los excesos de la contienda, sino, como dirá Paul Ricoeur, «un anhelo de
vivir bien con y por los otros en instituciones justas».
Una interpretación generosa
¿Cómo hacer brotar este anhelo de buen vivir? ¿Cómo vivir bien con los
otros y por los otros? ¿Cómo crear instituciones realmente justas?
Ello se consigue a través de una mirada democrática, compasiva,
respetuosa de la complejidad, de la elección y de las diferencias. Se
consigue desplegando una imaginación creadora de ficciones para el buen
vivir. Imaginación metafórica llama Martha Nussbaum a esta facultad de
«ver una cosa como otra para ver una cosa en otra».
Ningún discurso se aleja más del utilitarismo del poder, y ninguno se
acerca más a la sensibilidad humanista del poeta, como el mensaje de
Eduardo Frei Montalva del 21 de junio de 1964. Se trata de la pieza
oratoria más sublime de cuantas produjo su fecunda imaginación, y la que
con fidelidad asombrosa testimonia el país de iguales y libres que sólo un
corazón sincero albergara.
«Ustedes han venido flanqueados por dos compañeros: la cordillera y el
mar, que nunca abandonan al chileno. Y ustedes nos traen una lección.
La lección de esta tierra, de este territorio chileno que nos ama, que
busca y espera nuestro amor como un gran amor, como un gran amigo.
¿Qué nos dice la tierra chilena? ¡Cuídenme, para que yo no me vaya
hasta el mar y se queden ustedes sin territorio que cultivar! ¿Qué nos
dicen los ríos? ¡Sujétenme, porque cada litro de mi agua es para
fecundar su tierra! ¿Qué nos grita el árbol? ¡No me quemen! No me
destrocen inútilmente, porque hay muchos años en mi corazón para
servirte, para traerte lluvia, para sujetar desiertos, para regular tus ríos.
Ustedes traen esta lección a Chile, que muchas veces empequeñecido
no se da cuenta de que tiene un territorio que amar, como un amigo
querido. Ustedes nos traen un mensaje. Vamos a construir una nueva
patria. Ahí está la tierra y el artesano. Ahí está nuestro Chile, en una
nueva expresión de solidaridad humana y de justicia social. Ese es el
mensaje de ustedes, mensaje que no nace de ningún mandato de afuera,
sino que resuena en los pasos de nuestros propios pies, sobre nuestro
propio suelo chileno. Por eso ustedes están aquí y han traído no sólo el
mensaje de la tierra, la montaña y el mar. Han traído también el clamor
de la gente de Chile».

Frei no describe caravanas de jóvenes desplazándose por el territorio, sino
que ve en la cordillera y el mar a compañeros y amigos inseparables del
habitante de Chile, y en el territorio, una presencia que lo ama y espera ser
amada por él. Frei no exhorta a los jóvenes a cuidar los recursos naturales
y el medio ambiente; Frei hace hablar a la tierra, a los ríos y a los árboles.
Son la tierra, la montaña y el mar quienes envían el mensaje. Y son los
pasos de los jóvenes marchantes, los que acreditan que sus sueños y
esperanzas no pueden sino ser los abrigados por auténticos chilenos.
Nadie podría dudar de la sensatez del discurso. Su secuencia es lógica y
psicológica, a la vez. Es claro y comprensible. Todos podemos entender
que el orador está viendo las cosas como otras, para mostrarnos otra
esencia latente: su amor por Chile. Sólo que el relato está impregnado de
imaginación y, por lo mismo, de generosidad y caridad. Porque, como
sostiene Martha Nussbaum, «dotada de imaginación la razón se vuelve
benéfica, guiada por una visión generosa de sus objetos; sin su caridad,
la razón es fría y cruel».
La mirada de Frei nos brinda una interpretación generosa del mundo. Nos
dona lo mejor, no lo peor de sí. Nos devuelve a la humanidad y, en lugar
de infundirnos temores paranoicos, nos prodiga su amistad. Con ello
introduce un cambio cualitativo en la vida moral, momento éste en que
podemos actuar con humanidad, podemos actuar con caridad, podemos
actuar con conmiseración.
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